viernes, 4 de octubre de 2013

CAPÍTULO 9
COMIDAS Y MERIENDAS

En este capítulo, que lógicamente podría ser muy amplio, me voy a centrar en las comidas y meriendas de los años cuarenta y cincuenta. Fueron sin duda los años más duros y difíciles que tuvimos que vivir en mi generación. Por eso fueron años especiales, en los que el ingenio y el buen hacer de las madres hubo de salvar los anchos escollos de las carencias, fuesen éstas por escasez de recursos económicos o por la de productos en los mercados. A partir de los sesenta se entró ya en otra etapa más parecida a la actual y con menos novedades.

En los años de la posguerra faltaba de todo, como ya se ha dicho anteriormente. Y para casi todos los españoles. Es difícil que las generaciones actuales puedan comprender y llegar a captar como los hogares hispanos, recién acallados los cañones y fusiles, tuvieron que pasar tantas penurias y tanta hambre. Y que frente a todo eso, las madres de este país le echasen tanto coraje y tanto ingenio para salir airosamente del paso. Y eso con las cartillas de racionamiento, de las que ya tratamos en otro lugar, por medio.

Las comidas tuvieron que afrontarse, dentro de una gran limitación en la cantidad que se servía en cada plato, cocinando con unos pocos elementos. Las patatas, las lentejas y alubias, la pasta, el arroz se acompañaban entre sí, siempre que las raciones recibidas oficialmente lo permitiesen, en lugar de hacerlo con carne o pescado. Estos simplemente no existían. O si existían en alguna medida, la población no los veía nunca. Así las famosas patatas viudas, las lentejas con lentejas o un arroz pastoso sin nada de nada, se alternaban en las cocinas. Eso sí, las legumbres iban suficientemente acompañadas de las proteínas de los pequeños bichitos que llevaban o del aporte mineral de las piedrecillas que también abundaban. Por eso, como ya se indicó en otro lugar, una operación clásica de las madres, con la ayuda obligatoria de los hijos, era el limpiar las pequeñas montañas de lentejas, antes de cocinarlas, de todos esos elementos extraños que traían desde su recolección en el campo.

Como el aceite estaba muy limitado, apenas se podía utilizar en las comidas. Se sustituía por diversas grasas animales o vegetales que circulaban por los mercados o que se hacían en las propias casas. El pan que se comía, cuando no era de centeno, era mezcla de cereales en los que el trigo apenas aparecía. El café era un desconocido ya  que el poco que podía tocar en el racionamiento, en el mejor de los casos, solía llevarse a la calle para su trueque por otros productos de los que no se disponía. Es el caso de los huevos, verduras o incluso las patatas y legumbres antes citadas. La leche, aunque bastante aguada con frecuencia, se podía obtener con la cartilla de racionamiento. La había, también, en botes de leche condensada y polvo, pero había que conseguirla.

Hago un aparte aquí para señalar el hecho, ya muy conocido, de que cuando en los años cincuenta el Gobierno de los EEUU ayudó a Europa con el conocido Plan Marshall, a los españoles, ciudadanos de un país que había estado indecisamente al lado de Alemania y que luego se mantuvo neutral en la contienda mundial, solamente nos llegaron cajas de queso y botes de leche en polvo. De este modo, se organizó en toda la nación su reparto en las escuelas, siendo frecuente que a cada niño le tocase algo de esas porciones de queso y de leche en polvo. Aunque muy poco relevante, algo ayudaron a nuestro aporte de calcio y vitaminas aquellas expediciones americanas que, durante un tiempo, llegaban a nuestro país como migajas del Plan Marshall.

La merienda de los niños de mi generación formaba parte, siempre, del horario alimenticio de la población. Los niños merendábamos. Eso sí, lo que podíamos. El pan era siempre parte integrante. Y cuando el racionamiento se fue quedando atrás, le acompañaba una o dos onzas de chocolate de hacer, duras como piedras, pero de imborrable recuerdo para todos nosotros. Con frecuencia unas lonchas de chorizo o salchichón suplían al chocolate. Y esto era prácticamente todo. En ocasiones recuerdo haber merendado un trozo de pan con aceite y sal o aceite y azúcar. Y ya como verdadera delicatessen de la época de los cincuenta, un bollo suizo con leche condensada.

Más tarde, en los sesenta aquellas onzas de chocolate se fueron trocando por tabletas de chocolates de mejor factura en las distintas marcas que surgían en cada pueblo o ciudad. Guardo  el recuerdo, en su olor y su sabor, de esas primeras marcas de chocolates y chocolatinas existentes hasta que las posibilidades económicas permitieron acceder a los míticos Nestlé. En Asturias disfrutamos del Chocolate La Cibeles, que traía cromos de la colección de Pinín.

Para otros momentos del día, había en esos años multitud de artículos de los hoy denominados chuches. Entre esas chucherías que hacían nuestras delicias en los recreos del colegio o en los cines, por poner tan sólo dos ejemplos puntuales, destacaría los eternos cacahuetes, en sus dos variantes: con cáscara o ya pelados y preparados. Eso sí tostados in situ y casi recién preparados, servidos en cucuruchos de papel de periódico o de estraza. No me olvido de las avellanas, los altramuces, los garbancitos y el regaliz. De esto, también tratamos en otro lugar.

Algunos aspectos de la comida, en épocas ya posteriores, aparecerán en otros capítulos de este libro. Como dije al inicio, en éste tan sólo he pretendido dar unas pinceladas de esos oscuros años cuarenta y cincuenta del siglo XX.

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