CAPÍTULO 9
COMIDAS Y MERIENDAS
En este capítulo, que lógicamente podría ser
muy amplio, me voy a centrar en las comidas y meriendas de los años cuarenta y
cincuenta. Fueron sin duda los años más duros y difíciles que tuvimos que vivir
en mi generación. Por eso fueron años especiales, en los que el ingenio y el
buen hacer de las madres hubo de salvar los anchos escollos de las carencias,
fuesen éstas por escasez de recursos económicos o por la de productos en los
mercados. A partir de los sesenta se entró ya en otra etapa más parecida a la
actual y con menos novedades.
En los años de la posguerra faltaba de todo,
como ya se ha dicho anteriormente. Y para casi todos los españoles. Es difícil
que las generaciones actuales puedan comprender y llegar a captar como los
hogares hispanos, recién acallados los cañones y fusiles, tuvieron que pasar
tantas penurias y tanta hambre. Y que frente a todo eso, las madres de este
país le echasen tanto coraje y tanto ingenio para salir airosamente del paso. Y
eso con las cartillas de racionamiento, de las que ya tratamos en otro lugar,
por medio.
Las comidas tuvieron que afrontarse, dentro de
una gran limitación en la cantidad que se servía en cada plato, cocinando con
unos pocos elementos. Las patatas, las lentejas y alubias, la pasta, el arroz
se acompañaban entre sí, siempre que las raciones recibidas oficialmente lo
permitiesen, en lugar de hacerlo con carne o pescado. Estos simplemente no
existían. O si existían en alguna medida, la población no los veía nunca. Así
las famosas patatas viudas, las
lentejas con lentejas o un arroz pastoso sin nada de nada, se alternaban en las
cocinas. Eso sí, las legumbres iban suficientemente acompañadas de las
proteínas de los pequeños bichitos que llevaban o del aporte mineral de las
piedrecillas que también abundaban. Por eso, como ya se indicó en otro lugar, una
operación clásica de las madres, con la ayuda obligatoria de los hijos, era el
limpiar las pequeñas montañas de lentejas, antes de cocinarlas, de todos esos
elementos extraños que traían desde su recolección en el campo.
Como el aceite estaba muy limitado, apenas se
podía utilizar en las comidas. Se sustituía por diversas grasas animales o
vegetales que circulaban por los mercados o que se hacían en las propias casas.
El pan que se comía, cuando no era de centeno, era mezcla de cereales en los
que el trigo apenas aparecía. El café era un desconocido ya que el poco que podía tocar en el
racionamiento, en el mejor de los casos, solía llevarse a la calle para su
trueque por otros productos de los que no se disponía. Es el caso de los
huevos, verduras o incluso las patatas y legumbres antes citadas. La leche,
aunque bastante aguada con frecuencia, se podía obtener con la cartilla de
racionamiento. La había, también, en botes de leche condensada y polvo, pero
había que conseguirla.
Hago un aparte aquí para señalar el hecho, ya
muy conocido, de que cuando en los años cincuenta el Gobierno de los EEUU ayudó
a Europa con el conocido Plan Marshall, a los españoles, ciudadanos de un país
que había estado indecisamente al lado de Alemania y que luego se mantuvo neutral
en la contienda mundial, solamente nos llegaron cajas de queso y botes de leche
en polvo. De este modo, se organizó en toda la nación su reparto en las
escuelas, siendo frecuente que a cada niño le tocase algo de esas porciones de
queso y de leche en polvo. Aunque muy poco relevante, algo ayudaron a nuestro
aporte de calcio y vitaminas aquellas expediciones americanas que, durante un
tiempo, llegaban a nuestro país como migajas del Plan Marshall.
La merienda de los niños de mi generación
formaba parte, siempre, del horario alimenticio de la población. Los niños
merendábamos. Eso sí, lo que podíamos. El pan era siempre parte integrante. Y
cuando el racionamiento se fue quedando atrás, le acompañaba una o dos onzas de
chocolate de hacer, duras como piedras, pero de imborrable recuerdo para todos
nosotros. Con frecuencia unas lonchas de chorizo o salchichón suplían al
chocolate. Y esto era prácticamente todo. En ocasiones recuerdo haber merendado
un trozo de pan con aceite y sal o aceite y azúcar. Y ya como verdadera delicatessen de la época de los
cincuenta, un bollo suizo con leche condensada.
Más tarde, en los sesenta aquellas onzas de
chocolate se fueron trocando por tabletas de chocolates de mejor factura en las
distintas marcas que surgían en cada pueblo o ciudad. Guardo el recuerdo, en su olor y su sabor, de esas
primeras marcas de chocolates y chocolatinas existentes hasta que las
posibilidades económicas permitieron acceder a los míticos Nestlé. En Asturias disfrutamos del Chocolate La Cibeles, que traía cromos de la colección de Pinín.
Para otros momentos del día, había en esos
años multitud de artículos de los hoy denominados chuches. Entre esas chucherías que hacían nuestras delicias en los
recreos del colegio o en los cines, por poner tan sólo dos ejemplos puntuales,
destacaría los eternos cacahuetes, en sus dos variantes: con cáscara o ya
pelados y preparados. Eso sí tostados in situ y casi recién preparados,
servidos en cucuruchos de papel de periódico o de estraza. No me olvido de las
avellanas, los altramuces, los garbancitos y el regaliz. De esto, también tratamos en otro lugar.
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