miércoles, 2 de octubre de 2013

CAPÍTULO 53
LAS RIFAS CALLEJERAS

España siempre ha sido un país con mucho gusto y hasta pasión por los juegos y concursos en los que azar estuviese presente. Es posible que vaya en nuestros propios genes y cultura. El caso es que este hecho, bastante constatable, estuvo muy en el candelero en las décadas de los cuarenta y cincuenta. La pésima situación económica de la mayoría de los hogares, sin duda alguna, llevaba a soñar con la posibilidad de algún golpe de fortuna que mejorase o arreglase la situación personal.

Un exponente de lo que decimos, a pequeña escala, eran las innumerables rifas que se organizaban con cualquier motivo en numerosos lugares del país. Recuerdo perfectamente, en Alicante, la voz cantarina y potente de quien iba ofreciendo boletos para una de esas rifas. La gente salía al balcón o se acercaba curiosa para ver cuál era en esa ocasión el premio. Y podía ser cualquier cosa. El precio del boleto era muy bajo e invitaba siempre a probar suerte. En aquella ocasión, que no olvido puesto que al final resultó premiada mi madre, se rifaban varias docenas de huevos. Pese a la endeblez de estos montajes callejeros, todo solía ser muy legal y el premio existía y se entregaba. Otras veces eran cestas de productos alimenticios variados, lotes de quesos, vinos u otros artículos.

Por seguir en esa misma zona geográfica, las comisiones falleras de cada calle o distrito montaban sus propias rifas. Y la gente jugaba por probar suerte y con la ilusión de que les tocase a ellos el premio. Otro exponente del juego y el azar era la lotería callejera, lo que ahora se denomina bingo. En las calles de algunos barrios de Melilla, pude ver frecuentemente la estampa de diversos vecinos y vecinas, sentados en el suelo, cada uno con su cartón. Ante el soniquete monótono del que cantaba los números sacados de una bolsa o caídos de un pequeño bombo de alambres, los jugadores marcaban sus números. Al final el ganador se llevaba el importe que se había juntado con el pago de los cartones jugados.

En Tapia de Casariego, un hermoso pueblecito del Occidente de Asturias se organizó y conocí, durante varios años, una rifa a beneficio de las fiestas locales y con el fin de promocionar el turismo hacia ese pueblo. Se denominaba Su veraneo por un duro. Cada boleto costaba 5 pesetas y el premio eran quince días de vacaciones pagadas en Tapia para dos personas. La rifa se vendió no sólo por toda Asturias sino, también, por diversas ciudades españolas con gran éxito.


También era frecuente que, cada cierto tiempo, recorriese ciudades y pueblos algún espléndido y espectacular coche que anunciaba un sorteo. El premio era ese mismo vehículo, generalmente de un modelo de grandes dimensiones, muy bien tapizado, con un llamativo salpicadero y, lo más atractivo, un hermoso bar con abundante bebidas. De niño me detuve con mis compañeros de colegio ante alguno de estos automóviles que se sorteaban. Unos grandes letreros sobre la carrocería anunciaban su rifa. Los niños nos quedábamos asombrados y perplejos viendo aquella joya y el bar abierto, forrado interiormente y con una amplia colección de botellas. Eso sí, la gente se arremolinaba alrededor, pero apenas compraban. Quizás era demasiado premio para una población que ni tenía coche todavía ni carnet de conducir. Aquello parecía, más bien, un sueño digno de ser admirado.

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