viernes, 4 de octubre de 2013

CAPÍTULO 20
LAS VIVENCIAS RELIGIOSAS

Antes de pasar a recordar cómo era la vivencia religiosa y sus manifestaciones externas  en los años que consideramos, debemos de situarnos en el ambiente religioso de la época en nuestro país y en las normas y costumbres católicas de entonces. En los años cuarenta todavía no se había celebrado el Concilio Vaticano II ni habían llegado las profundas reformas litúrgicas que le siguieron. Esto sería ya en la década de los sesenta. Por tanto, la vida religiosa se regía por las normas anteriores al citado Concilio. Sin entrar en detalles, que no son del caso, sí podemos indicar algunas.

La Misa se decía en latín, situándose el sacerdote de espaldas al pueblo durante la mayor parte de la ceremonia litúrgica. Casi siempre había monaguillos, normalmente dos, que ayudaban a Misa. Tanto el sacerdote como los monaguillos iban revestidos, de acuerdo con los tiempos litúrgicos correspondientes, en forma más amplia que en la actualidad. Destacaban las casullas, ricamente bordadas por mujeres que dedicaban tiempo a esta tarea, repletas de dibujos, frases en latín o signos de entronque evangélico. La solemnidad presidía casi todas las misas. Con frecuencia, en domingos y determinadas fiestas las misas eran cantadas, lo que hacía que su duración se estirase por encima de una hora.

En las misas de los domingos siempre había una homilía, que en esa época se solía denominar sermón. Para ello, el sacerdote se subía al púlpito. Este no faltaba en ninguna iglesia y estaba situado en lugar elevado, sobre las cabezas de los asistentes a la misa, generalmente colocado en algunas columnas. Todo era a viva voz, como había sido siempre a través de los siglos. De aquí que, por lo general, los curas dispusieran de una buena y sonora voz, más o menos ampulosa. Y, con frecuencia, buenas dotes de oratoria, fruto de estudio, preparación y experiencia.

Las predicaciones dominicales en la Santa Misa eran, por lo general, largas. El estilo de la época era grandilocuente y cuidado. Si bien cada predicador tenía su personalidad y oratoria propia, abundaban los sermones fuertes, en los que una voz potente blandía con frecuencia más el castigo divino que el amor, más la prohibición que la dulzura de las enseñanzas de Cristo. Se resaltaba más el lado negativo de los mandamientos, el de no hacer,   y de las conductas humanas que el lado positivo y atrayente de la doctrina, aunque había excepciones, que duda cabe. En definitiva, era fácil concluir entonces que el pueblo de Dios, metido en el mundo, parecía andar bastante lejos del Reino de Cristo y solamente monjas y religiosos, allá en sus conventos, eran una excepción a este planteamiento.

Muchos asistentes a misa, en especial las mujeres, llevaban un misal. Esto les permitía seguir mejor todo el acto eucarístico, sin perderse frases ni palabras, cosa que sucedía durante la ceremonia por estar el sacerdote de espaldas al pueblo y por el latín. No obstante, debido a la formación religiosa y a la enseñanza del catecismo en las escuelas y centros de enseñanza, eran muchos los que sabían de memoria determinadas partes de la misa.

No había entonces preocupación por la contestación del pueblo asistente a las distintas palabras del sacerdote, ni por los cantos durante la misa en tiempos ordinarios. No obstante, sí eran frecuentes himnos o cánticos eucarísticos durante la comunión. El Alabado sea el Santísimo o el Cantemos al Amor de los Amores eran ejemplos de dichos cantos.

Las mujeres y las jóvenes debían ir siempre con velo en la iglesia, siguiendo una tradición de siglos. Hombres y mujeres, niños y jóvenes iban a su misa dominical con sus mejores galas. Bien vestidos y hasta con cierta elegancia. Sin duda se tenía claro que iban a la casa de Dios y se cuidaban los detalles, fuese esto en unos casos por convicción y en otros por educación.

Las velas, altas y espigadas, ardían siempre en las misas y actos de culto. En las capillas laterales y altares de santos no faltaban nunca multitud de ellas para encender y ofrecer una limosna. El olor de la cera y del incienso era más frecuente que ahora por su mayor uso.

Las misas eran numerosas en todas partes. El número de sacerdotes era lo suficientemente elevado como para poder atenderlas todas. En aquellos años, sólo se celebraban por las mañanas. Desde muy temprano y hasta media mañana, durante los días de semana. En mayor número los domingos. Siempre el toque de las campanas, previo a su inicio, llevaba a los cuatro vientos su aviso. La gente estaba bastante pendiente de ellos. La asistencia a las misas de los domingos era elevada. Se llevaban en esto la palma las celebradas entre las once y la una. Estaba muy extendido por toda España aquello de vamos a misa de doce o nos vemos en misa de una. Es decir, más bien tarde.

Eran de especial relevancia, por la numerosa asistencia de fieles a los actos de culto, días tales como el Jueves y Viernes Santo, domingo de Resurrección, Corpus Cristi, la  Ascensión, San José, la Inmaculada, Navidad, Reyes y otras muchas festividades religiosas. Sin duda, los actos públicos de culto tenían una gran trascendencia en la vida social de pueblos y ciudades y hay que situarla en un plano destacado de la vida de los españoles de la época de los cuarenta, cincuenta y parte de los sesenta.

Por todas partes existían, con más o menos vitalidad, movimientos y asociaciones de carácter religioso, con fuerte presencia en los actos y celebraciones litúrgicas. Así la Acción Católica, la Adoración Nocturna, los Luises, la Asociación de la Medalla de la Virgen Milagrosa y otras muchas que podríamos citar, entre las que tenían vida entonces.

Finalmente, recordar como hecho curioso que la asistencia habitual a la comunión era escasa. Regía aquello de comulgar por Pascua Florida, omitiendo o quedando en letra pequeña lo de al menos una vez por.... La consecuencia de esto era que en las misas dominicales comulgaba muy poca gente. Y la mayoría mujeres. Los hombres apenas acudían a la comunión. Los respetos humanos y las costumbres adquiridas tenían bastante que ver en esto. Los hombres y chicos jóvenes solían arrodillarse sobre una sola rodilla, permaneciendo la otra flexionada, costumbre posiblemente heredada de su paso por el ejército en donde se hacía obligatoriamente de este modo.

El centro de la vida religiosa era la misa del domingo o las de los numerosos días de festividad religiosa. Por la semana pocas personas acudían acudían a misa. Los domingos, en cambio, iba una gran cantidad de fieles de todas las edades. Aunque para ser más exactos, no acudían habitualmente quienes hacían con eso profesión de sus ideas, más o menos políticas o ideológicas.

Las misas dominicales de primera hora, ocho y nueve de la mañana, tenían menos gente. La de diez u once era la de los niños que acudían al catecismo. Las de once y la de doce y, en su caso, las de una solían ser las más numerosas y su entrada y salida formaba parte de la vida social de la localidad. Se notaba en el vestir y en los corros de gentes que al entrar y salir se formaban para saludarse o charlar. En los pueblos y en épocas de verano o de vacaciones, constituía el principal punto de encuentro o de reencuentro con parientes y amigos que vivían en otras poblaciones y lugares.

En las iglesias, era frecuente que parte de los hombres esperasen fuera al inicio de la Misa hasta que saliese el cura, situándose la mayoría de ellos en la parte de atrás, cerca de la puerta o en los laterales de la Iglesia. Los bancos eran ocupados casi en su totalidad por mujeres y niños. Algunas costumbres, hasta cierto punto extendidas entre algunos hombres, eran salir durante el sermón, a airearse o fumar un cigarro fuera de la Iglesia e iniciar una rápida y escalonada salida a partir de la comunión. De ahí que quienes esperaban en el exterior para ver a alguna persona, sabían siempre que la misa se iba aproximando a su fin por el paulatino salir de hombres en los últimos minutos de la celebración. Por tanto, primaban en bastantes personas más las prisas que la educación ante el Señor presente en la Eucaristía que se estaba celebrando.

Fueron frecuentes en los años cincuenta los Rosarios de la Aurora y las Misiones. Los organizaban las parroquias. En los primeros, un grupo numeroso de gentes recorrían las calles de madrugada, llevando la imagen de la Virgen y rezando los padrenuestros y avemarías de los misterios del Rosario. Para los niños que los vivimos en algunas ocasiones, con el sacrificio del madrugón con las primeras luces del alba, más el lento caminar por las calles del recorrido, fue una experiencia difícil de olvidar.


En cuanto a las  Misiones, recuerdo algunas, con largas prédicas desde el púlpito de la Iglesia Parroquial y de otras parroquias colindantes. De algunas de éstas queda su recuerdo en forma de una cruz con el año de su celebración y, a veces, la Orden religiosa de los misioneros. Los Padres Jesuitas fueron posiblemente quienes más Misiones predicaron en esos años. La asistencia de parroquianos era muy grande en estas Santas Misiones, la mayoría de las cuales dejaban huella durante un tiempo en la feligresía.

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