CAPÍTULO 20
LAS VIVENCIAS RELIGIOSAS
Antes de pasar a
recordar cómo era la vivencia religiosa y sus manifestaciones externas en los años que consideramos, debemos de
situarnos en el ambiente religioso de la época en nuestro país y en las normas
y costumbres católicas de entonces. En los años cuarenta todavía no se había
celebrado el Concilio Vaticano II ni habían llegado las profundas reformas
litúrgicas que le siguieron. Esto sería ya en la década de los sesenta. Por
tanto, la vida religiosa se regía por las normas anteriores al citado Concilio.
Sin entrar en detalles, que no son del caso, sí podemos indicar algunas.
La Misa se decía en
latín, situándose el sacerdote de espaldas al pueblo durante la mayor parte de
la ceremonia litúrgica. Casi siempre había monaguillos, normalmente dos, que
ayudaban a Misa. Tanto el sacerdote como los monaguillos iban revestidos, de
acuerdo con los tiempos litúrgicos correspondientes, en forma más amplia que en
la actualidad. Destacaban las casullas, ricamente bordadas por mujeres que
dedicaban tiempo a esta tarea, repletas de dibujos, frases en latín o signos de
entronque evangélico. La solemnidad presidía casi todas las misas. Con
frecuencia, en domingos y determinadas fiestas las misas eran cantadas, lo que
hacía que su duración se estirase por encima de una hora.
En las misas de los
domingos siempre había una homilía, que en esa época se solía denominar sermón.
Para ello, el sacerdote se subía al púlpito. Este no faltaba en ninguna iglesia
y estaba situado en lugar elevado, sobre las cabezas de los asistentes a la
misa, generalmente colocado en algunas columnas. Todo era a viva voz, como
había sido siempre a través de los siglos. De aquí que, por lo general, los
curas dispusieran de una buena y sonora voz, más o menos ampulosa. Y, con
frecuencia, buenas dotes de oratoria, fruto de estudio, preparación y
experiencia.
Las predicaciones
dominicales en la Santa Misa eran, por lo general, largas. El estilo de la
época era grandilocuente y cuidado. Si bien cada predicador tenía su
personalidad y oratoria propia, abundaban los sermones fuertes, en los que una
voz potente blandía con frecuencia más el castigo divino que el amor, más la
prohibición que la dulzura de las enseñanzas de Cristo. Se resaltaba más el
lado negativo de los mandamientos, el de no hacer, y de
las conductas humanas que el lado positivo y atrayente de la doctrina, aunque
había excepciones, que duda cabe. En definitiva, era fácil concluir entonces
que el pueblo de Dios, metido en el mundo, parecía andar bastante lejos del
Reino de Cristo y solamente monjas y religiosos, allá en sus conventos, eran
una excepción a este planteamiento.
Muchos asistentes a
misa, en especial las mujeres, llevaban un misal. Esto les permitía seguir
mejor todo el acto eucarístico, sin perderse frases ni palabras, cosa que
sucedía durante la ceremonia por estar el sacerdote de espaldas al pueblo y por
el latín. No obstante, debido a la formación religiosa y a la enseñanza del
catecismo en las escuelas y centros de enseñanza, eran muchos los que sabían de
memoria determinadas partes de la misa.
No había entonces
preocupación por la contestación del pueblo asistente a las distintas palabras
del sacerdote, ni por los cantos durante la misa en tiempos ordinarios. No
obstante, sí eran frecuentes himnos o cánticos eucarísticos durante la
comunión. El Alabado sea el Santísimo
o el Cantemos al Amor de los Amores
eran ejemplos de dichos cantos.
Las mujeres y las
jóvenes debían ir siempre con velo en la iglesia, siguiendo una tradición de
siglos. Hombres y mujeres, niños y jóvenes iban a su misa dominical con sus
mejores galas. Bien vestidos y hasta con cierta elegancia. Sin duda se tenía
claro que iban a la casa de Dios y se cuidaban los detalles, fuese esto en unos
casos por convicción y en otros por educación.
Las velas, altas y
espigadas, ardían siempre en las misas y actos de culto. En las capillas
laterales y altares de santos no faltaban nunca multitud de ellas para encender
y ofrecer una limosna. El olor de la cera y del incienso era más frecuente que
ahora por su mayor uso.
Las misas eran
numerosas en todas partes. El número de sacerdotes era lo suficientemente
elevado como para poder atenderlas todas. En aquellos años, sólo se celebraban
por las mañanas. Desde muy temprano y hasta media mañana, durante los días de
semana. En mayor número los domingos. Siempre el toque de las campanas, previo
a su inicio, llevaba a los cuatro vientos su aviso. La gente estaba bastante
pendiente de ellos. La asistencia a las misas de los domingos era elevada. Se
llevaban en esto la palma las celebradas entre las once y la una. Estaba muy
extendido por toda España aquello de vamos
a misa de doce o nos vemos en misa de
una. Es decir, más bien tarde.
Eran de especial
relevancia, por la numerosa asistencia de fieles a los actos de culto, días
tales como el Jueves y Viernes Santo, domingo de Resurrección, Corpus Cristi,
la Ascensión, San José, la Inmaculada, Navidad,
Reyes y otras muchas festividades religiosas. Sin duda, los actos públicos de
culto tenían una gran trascendencia en la vida social de pueblos y ciudades y
hay que situarla en un plano destacado de la vida de los españoles de la época
de los cuarenta, cincuenta y parte de los sesenta.
Por todas partes
existían, con más o menos vitalidad, movimientos y asociaciones de carácter
religioso, con fuerte presencia en los actos y celebraciones litúrgicas. Así la
Acción Católica, la Adoración Nocturna, los Luises, la Asociación de la Medalla
de la Virgen Milagrosa y otras muchas que podríamos citar, entre las que tenían
vida entonces.
Finalmente, recordar
como hecho curioso que la asistencia habitual a la comunión era escasa. Regía
aquello de comulgar por Pascua Florida,
omitiendo o quedando en letra pequeña lo de al
menos una vez por.... La consecuencia de esto era que en las misas
dominicales comulgaba muy poca gente. Y la mayoría mujeres. Los hombres apenas
acudían a la comunión. Los respetos humanos y las costumbres adquiridas tenían
bastante que ver en esto. Los hombres y chicos jóvenes solían arrodillarse
sobre una sola rodilla, permaneciendo la otra flexionada, costumbre
posiblemente heredada de su paso por el ejército en donde se hacía obligatoriamente
de este modo.
El centro de la vida
religiosa era la misa del domingo o las de los numerosos días de festividad
religiosa. Por la semana pocas personas acudían acudían
a misa. Los domingos, en cambio, iba una gran cantidad de fieles de todas las
edades. Aunque para ser más exactos, no acudían habitualmente quienes hacían
con eso profesión de sus ideas, más o menos políticas o ideológicas.
Las misas dominicales de
primera hora, ocho y nueve de la mañana, tenían menos gente. La de diez u once
era la de los niños que acudían al catecismo. Las de once y la de doce y, en su
caso, las de una solían ser las más numerosas y su entrada y salida formaba
parte de la vida social de la localidad. Se notaba en el vestir y en los corros
de gentes que al entrar y salir se formaban para saludarse o charlar. En los
pueblos y en épocas de verano o de vacaciones, constituía el principal punto de
encuentro o de reencuentro con parientes y amigos que vivían en otras poblaciones
y lugares.
En las iglesias, era
frecuente que parte de los hombres esperasen fuera al inicio de la Misa hasta
que saliese el cura, situándose la
mayoría de ellos en la parte de atrás, cerca de la puerta o en los laterales de
la Iglesia. Los bancos eran ocupados casi en su totalidad por mujeres y niños.
Algunas costumbres, hasta cierto punto extendidas entre algunos hombres, eran
salir durante el sermón, a airearse o fumar un cigarro fuera de la Iglesia e
iniciar una rápida y escalonada salida a partir de la comunión. De ahí que
quienes esperaban en el exterior para ver a alguna persona, sabían siempre que
la misa se iba aproximando a su fin por el paulatino salir de hombres en los
últimos minutos de la celebración. Por tanto, primaban en bastantes personas
más las prisas que la educación ante el Señor presente en la Eucaristía que se
estaba celebrando.
Fueron frecuentes en
los años cincuenta los Rosarios de la Aurora y las Misiones. Los organizaban las
parroquias. En los primeros, un grupo numeroso de gentes recorrían las calles de
madrugada, llevando la imagen de la Virgen y rezando los padrenuestros y
avemarías de los misterios del Rosario. Para los niños que los vivimos en
algunas ocasiones, con el sacrificio del madrugón con las primeras luces del
alba, más el lento caminar por las calles del recorrido, fue una experiencia
difícil de olvidar.
En cuanto a las Misiones, recuerdo algunas, con largas
prédicas desde el púlpito de la Iglesia Parroquial y de otras parroquias
colindantes. De algunas de éstas queda su recuerdo en forma de una cruz con el
año de su celebración y, a veces, la Orden religiosa de los misioneros. Los
Padres Jesuitas fueron posiblemente quienes más Misiones predicaron en esos
años. La asistencia de parroquianos era muy grande en estas Santas Misiones, la
mayoría de las cuales dejaban huella durante un tiempo en la feligresía.
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