CAPÍTULO 24
DEL BAILE EN LA
PLAZA PÚBLICA AL GUATEQUE
El baile ha formado siempre parte de nuestra
cultura popular. De nuestras formas de vida y diversión. Pero la evolución, con
el paso de los años, ha sido notable. Tanto como la propia música bailable.
Así, en el principio del período temporal seguido en este libro –los años
cuarenta y cincuenta del pasado siglo XX – eran las fiestas locales y de barrio
sus principales manifestaciones. Tanto en ciudades como en pueblos los días de
sus fiestas patronales llegaban acompañados por bailes y verbenas. Pero no eran
estos festejos los únicos en los que se bailaba. En casi todas las ciudades y
en bastantes pueblos de cierta entidad existían multiplicidad de sociedades y
clubs recreativos y culturales. En ellos, aparte de las diferentes actividades
que pudiesen desarrollar, solían celebrarse bailes en determinadas fechas del
año. En los días de Reyes, Carnavales, patronos locales y otros diversos se
organizaban en ellas bailes y verbenas.
Las fiestas patronales las hemos recordado en
un capítulo anterior, así como sus bailes. Ahora nos ocupamos de aquellos locales diseminados por toda la geografía hispana que
celebraban fiestas y bailes. El público habitual estaba formado, en los
primeros años de la década de los cincuenta, por matrimonios o solteros
mayorcitos. Los jóvenes todavía no frecuentaban este tipo de locales. No se
había producido la explosión juvenil que trastornó, rápidamente, los hábitos y
costumbres de la población. Con la llegada de los sesenta, su público pasó a
ser mayoritariamente de jóvenes. No obstante, era frecuente ver a matrimonios
vigilando desde las mesas a sus hijas o a madres y tías acompañando a las suyas que, de esta
forma, podían acudir a esas salas con el consiguiente permiso, de otra forma,
denegado.
La música era una
mezcla de bailables del más puro repertorio clásico, junto a los éxitos
musicales del año transcurrido desde el verano anterior. Así, se mezclaban las
melodías de siempre con las canciones más famosas del momento. Esto,
lógicamente, enganchaba con facilidad al público juvenil allí reunido que
bailaba sin cesar en la pista, escuchaba desde el mostrador del bar o
permanecía sentado alrededor de las mesas.
Por aquellas salas y
pistas de baile fueron pasando, quedando en sus repertorios habituales, desde
los viejos, melancólicos y románticos valses, tangos, boleros o fox, hasta los
más movidos ritmos de sambas, cha cha chá y merengues. Y, en medio de esto, el
rock and roll que revolucionó todo y se convirtió en el rey de las fiestas. Y,
además, la habitual novedad rítmica de cada temporada, como sucedió con la
famosa yenka o el twist. Casi siempre había unos minutos para un pasodoble
español, que no faltaba nunca para cerrar la fiesta nocturna. No hubo estilo
musical que no pasara por ellas alegrando las noches, a veces plenas de
estrellas y, otras, de cielos cubiertos o lunas de agosto jugando al escondite.
Como en todos los
bailes de esas épocas, existían sus costumbres y sus reglas de juego. Esto
añadía color y calor a esas noches. Las chicas solían acudir con alguna amiga
o, como sucedía con frecuencia, acompañadas de sus padres, tíos, hermanos o
algún familiar. Una vez allí, permanecían en las mesas con esa compañía o se
agrupaban con otras amigas o con algún
grupo de chicos y chicas. No era normal que una chica acudiera sola al
baile. Los chicos seguían otras costumbres. Se acudía con frecuencia para
encontrarse allí con los amigos, o se iba ya con ellos, tras reunirse en algún
bar o cafetería. Una vez en la sala, se solía ir al bar para estar un rato
charlando en la barra o contemplando el
panorama. Otras veces, se acomodaba el grupo en alguna mesa, iniciando la
fiesta y contagiándose unos a otros la alegría del momento y el buen humor.
Normalmente un cuba libre, una
ginebra con seltz o tónica acompañaban esos ratos. Alguna
vez, no demasiadas, se brindaba con una botella de sidra por aquellos momentos
de reencuentro del grupo.
Las chicas, sentadas
en sus mesas, con aparente mirada distraída, aunque expectante, esperaban el
momento de salir a bailar. Y al igual que a la mayoría de las mujeres de todos
los tiempos, les gustaba el baile y la música. Pero era preciso que algún chico
viniese a sacarlas a bailar. En estas salas, a diferencia de las fiestas
populares, no se llevaba, por mal visto, el bailar dos jóvenes solas esperando
a que un par de mozos las invitaran. Esto,
aparentemente, supeditaba todo a la decisión de los chicos. Pero nada más lejos
de la realidad. Las cosas para los jóvenes no eran nada fáciles. Veamos. En
primer lugar, deberían de desear bailar y no quedarse en la mesa o en el bar, tomando
una copa, charlando con sus amigos o viejos camaradas de estudios o juegos
infantiles. En segundo lugar, si deseaban bailar, debían de repasar con la
vista las mesas, muchas veces semiocultas por arcos y plantas, aguzando bien la
vista para no confundir lo blanco con lo negro, ni a la hija con su prima la
mayor. Además, una vez decidido a dirigirse a aquella chica que estaba al otro
lado de la pista y que vislumbraba a la luz de unas tenues bombillas, debía de
llegar hasta allí, armado del suficiente valor para pronunciar su invitación
delante del resto de personas que hubiese en la mesa. Si cruzar la pista,
atravesando entre las parejas que bailaban, para asomarse al otro lado y
alcanzar la mesa deseada, llevándose algún
que otro empujón de los bailarines, cuando no el pisotón de un torpe
embobado con su pareja, ya tenía sus dificultades, imagínense la otra
alternativa. Ésta consistía en comenzar el recorrido alrededor de la pista,
entre las mesas, a la vista de todos, pidiendo disculpas por las molestias a
más de una madre u obligando a apartar su silla a algún que otro progenitor.
Una vez conseguido el acceso a la mesa buscada y en el supuesto de que otro
chico más rápido o decidido no se hubiese adelantado a sacar a la chica, el
interfecto debía de echarle valor y pronunciar la misma pregunta, antes
señalada, en voz clara y suficientemente alta para ser oído, de ¿bailas?. Tras lo cual, la chica podía
responder en uno u otro sentido. Esos segundos de espera, atravesado por las
miradas de toda la sala y en especial de quienes estaban en la mesa alcanzada,
eran duros para muchos.
Tras unos segundos, la
chica podía levantarse y acudir con el joven que se lo proponía a bailar. O
podía pronunciar el terrible ¡no!
También podía poner una disculpa del tipo de estoy cansada ahora, no tengo ganas o más tarde. Pero todo esto ya
era lo mismo para el aspirante al baile con aquella muchacha. Se había
fracasado a la vista de todos y había que regresar a la base. Aquí, la
experiencia de cada cual, arbitraba soluciones más o menos imaginativas. Unos,
armándose de súbito valor, se dirigían un par de mesas más allá y repetían
la pregunta a otra chica, ya sin
elección previa. Otros, con porte y mirada digna se quedaban por allí, en pie,
aguardando el final de la pieza para intentar otra aventura. Todo menos
regresar derrotado, junto a los compañeros de noche o de mesa y soportar sus
bromas y risas. Algunos, echándole humor y valor, trataban de convencer a la
muchacha esquiva, la del no, con
razones y razonamientos. A veces se lograba el objetivo. Pero, con frecuencia,
no había más solución que volver al punto de partida, a la vista de todos. Y
eso, para el orgullo masculino era, más bien, duro.
Y además había que
contar con las madres. ¿Cómo ser capaz de acudir a sacar a bailar a aquella
chica, si su madre, sus tías, las amigas de su madre... y hasta su padre con
ceño fruncido y cara de pocos amigos, la rodeaban y custodiaban?. Éste era el peor de los escenarios posibles, casi
siempre abocado al desastre. El no estaba
prácticamente garantizado y el sí
ofrecía el peligro de que, caso de bailar varias piezas con la chica, en el
descanso hubiera que compartir mesa con todo aquel personal inquisidor.
En todo caso, con la
pareja en la pista, se iniciaba una relación que podía durar una sola pieza del
repertorio, varias o toda la noche, con pacto de salidas o de encuentro al día
siguiente, en el paseo o en la playa. Aquella relación, inestable muchas veces,
podía romperse al poco rato por mil razones. En ocasiones el chico o la joven
descubría enseguida que no le iba el otro, no sabía hablar de nada, no sabía
bailar y tropezaba o sencillamente no le gustaba la compañía. Otras veces, el
joven descubría que estaba siendo utilizado en una operación de guerrillas, tendente a captar la
atención de otro chico, verdadero objetivo de la otra parte y deseado
protagonista de la película. Y, a veces, el muchacho añoraba la compañía de sus
amigos que tomaban una copa en el bar o... sencillamente le volvía el miedo,
superado un rato antes de lanzarse a la aventura.
Así, iba
transcurriendo la noche, entre risas y canciones, entre melodías y ensueños o
entre horas de hastío en la soledad de una mesa, tras la última esquina, con un cuba libre o un gintonic en la mano y
con el sueño acechando tras la última de las estrellas. Y más tarde... los
instrumentos enmudecían, las luces se apagaban, las gentes se iban... ¡y había
que volver a casa! Y aquí venía la diferencia entre los que volvían solos o
aquellos que lo hacían con la compañía de alguien con quien habían compartido
la noche. Y, hasta los había que volvían con dificultades por aquella ¡maldita
copa de más!...
Con los años sesenta
llegó otra costumbre entre la juventud. Se trataba del guateque que ya hemos mencionado antes. Era sencillamente una
reunión de chicos y chicas, en la casa de alguno de ellos o en algún pequeño
local conseguido para este fin. En esa reunión había siempre música y algo de
bebida. Con frecuencia se celebraban en ausencia de los padres del chico o
chica que ponía la casa. Y en esas ocasiones solía caer una parte del arsenal
de bebidas de esos padres, para preocupación del chico o chica correspondiente.
Era más frecuente en ambiente de estudiantes, al menos en sus inicios. Surgieron
en las principales capitales y se extendieron, como una moda, por todos los
rincones del país. Había guateques en el largo curso escolar y los de verano.
Eran distintos, obviamente.
Por si sirve de
modelo, describo dos experiencias personales. En mi época de estudiante en
Gijón fuimos invitados un grupo de compañeros de curso a un guateque a una casa
de una amiga de uno de estos. Música de tocadiscos y discos de vinilo bailable,
todo a media luz. Coca Cola, Fanta y algo de ginebra, que llevábamos los chicos,
más bien escasa. Nos encontramos que había tres chicas para 12 chicos. Se
pueden imaginar, aquello duró poco ya que estos, todos del mismo curso,
estábamos a esas alturas de año hartos de hablar entre nosotros. Posiblemente,
muchos otros guateques de la época estarían más animados.
En otra ocasión, ya en
verano, nos invitaron a otro amigo y a mí a un guateque en un pueblecito
precioso de la costa asturiana. Era una sala, con espléndidas vistas al mar, de
un viejo palacio lleno de historia y raigambre a sus espaldas. Nos encontramos
allí un amplio número de chicos y chicas veraneantes de la zona. Mucha música y
poca bebida. Ambiente relajado, alegre y divertido, como suele suceder en estos
eventos de verano, lejos de las preocupaciones del curso estudiantil. Bastantes
parejitas y ligues estivales.
En los años sesenta
había, en ciudades con universidad o escuelas técnicas, otro tipo de bailes. Por
esos años existía el Sindicato Estudiantil Universitario (SEU). Originariamente
nació de la Falange y tuvo un matiz muy politizado, siguiendo la línea y
directrices de ésta. Pero con el paso de los años cincuenta fue perdiendo ese
carácter en gran parte, para terminar siendo una simple organización de
estudiantes que, bajo esas siglas, se parecía más a un club que a un movimiento
sindical. Al menos esa fue mi vivencia personal en Gijón. Existía el SEU y
tenía un local en una calle céntrica de la ciudad. En él había un bar, con sus
correspondientes mesitas y un altillo con más mesas. Todo el local estaba
ocupado por esta actividad, posiblemente en régimen de concesión a quien
regentaba ese bar. Los estudiantes pagábamos una pequeña cuota y obteníamos el
carnet del SEU que nos permitía acceder a ese establecimiento, convertido así
en lugar de reunión sumamente frecuentado. Contaba con un televisor, cosa que
no había todavía en nuestras casas y pensiones. Y se podía jugar a las cartas y
al ajedrez. De este modo, disponía de los alicientes básicos para que nos
viésemos allí amigos y compañeros con suma frecuencia. Pero, además, un día a
la semana se organizaba allí un baile.
Los bailes del SEU los llamábamos. Y creo eran los jueves de 8 a 10. Ese día,
acudían allí bastantes chicas y nos juntábamos estudiantes habituales de ese
bar. El ambiente era relajado y divertido como es de suponer. Era la época
dorada de la música de los sesenta que, desde aquel trajinado tocadiscos,
llenaba nuestras horas, libres de clases y estudio.
Y para terminar este
capítulo, citaré los bailes que solían organizar los estudiantes de todas las
facultades y escuelas técnicas, por toda la geografía hispana, en salas de
fiesta de todo tipo. En Gijón se organizaban a lo largo del curso en la más
conocida sala de fiestas de la ciudad. Acudían multitud de estudiantes de todos
los cursos y una cantidad muy inferior de chicas. Entre que los estudiantes de
los primeros cursos no se comían una
rosca, por un extraño desprecio hacia ellos por parte de las chicas
asistentes, y que la desproporción era tan grande, la barra estaba siempre a
rebosar. La mayor parte de los jóvenes, con su mejor chaqueta y corbata puesta,
merodeaban la barra del establecimiento y no se separaban de ella, apurando
lentamente su bebida, que era a lo máximo que alcanzaba a pagar su presupuesto.
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