CAPÍTULO 61
LA COPA DE COÑAC
Para los jóvenes de mi generación la copa de
coñac fue, igualmente, un símbolo. Significaba un inicio y. más tarde, un
asentamiento, una costumbre con cierta carga social. Me explicaré. Los hombres
de los cincuenta, nuestros padres y los chicos mayores que nosotros, tomaban
coñac en determinados momentos y situaciones.
Podía ser en una comida familiar, en una fiesta o, simplemente,
acompañando a su café diario y su partidita de dominó o de tute. Los más
jóvenes contemplábamos esta costumbre. Era algo que se hacía al llegar a una edad adecuada. Pero, en ese tiempo, al
acabar nuestro bachillerato o iniciar el trabajo a pronta edad, estábamos en un
escalón inferior. Tomábamos coca cola, fanta
o gaseosas de limón o naranja.
Pero había siempre un día en el que llegábamos
a nuestra primera copa de coñac. Cada cual tendrá su historia personal. La mía
fue en una fiesta popular, en la de un pueblecito asturiano lleno de encanto.
Era en las fiestas del Carmen, su día patronal. Acudía allí con varios amigos,
compañeros de estudios de bachillerato desperdigados ya por diversos puntos de
España. El reencuentro, un año más tarde, era festivo y alegre, distendido y
ocurrente. Nos encontramos con el que había sido director de nuestro colegio.
Entramos en un bar del puerto, repleto de vociferantes parroquianos disfrutando
del día de fiesta. Fuera, una orquesta tocaba todo un repertorio de pasodobles,
boleros, tangos, mariachis... de todo un poco.
Charlábamos alegremente cuando, al pedir la
bebida al camarero, el director eligió un coñac. Y todos tras él, quizás para
demostrarle y demostrarnos que ya éramos chicos mayores, o sea jóvenes,
seguimos su ejemplo. Y así llegó la primera copa de coñac, bebida
dificultosamente y a sorbos cortos por todos nosotros. El efecto fue llamativo
ya que, tras el apuro de beber aquella copa y dejar al antiguo profe, nos lanzamos sin remilgos al
baile en busca de pareja, pese a no
saber bailar. Desde ese momento, la copa de coñac pasaba ya a formar parte de nuestras
opciones al pedir una bebida en un bar.
Se tomaba la copa de coñac, de aquellas marcas
ya históricas y sumamente populares en esos años. Me refiero al Fundador, al Decano y al Soberano, los más habituales. Solía ser un buen acompañante del
café tras la comida. También un recurso en días gélidos e invernales, buscando
combatir el frío. Había quien se llevaba una pequeña botella o petaca de coñac a los partidos de
futbol. Lo hicimos un día al ir al Bernabeu al ver un España - Inglaterra de
altos vuelos y temperatura de frigorífico. Se tomaba en los bailes, sentados en
las terrazas y en los cafés en tardes y noches.
Caso aparte, merece su uso como tratamiento contra
la gripe. Ignoro por qué, aunque supongo sería por nuestra mayor exposición a
toda clase de fríos en esos años, pero las epidemias de gripe llegaban año tras
año. Los estudiantes solíamos caer en esa mala costumbre todos ellos de forma
casi cíclica. En parte por contagio en las aulas, repletas de personal, o en las
pensiones en que vivíamos. También, porque al menor síntoma, uno se sentía ya
justificado para hacer novillos y quedarse en la cama, en lugar de madrugar
para ir a la aburrida clase de química o de matemáticas. El caso es que llegaba
el momento de recluirse en la habitación, con dos jerseys encima y temblores
alternados con calores. Era la fiebre que llamaba a nuestra puerta. En esas
ocasiones, tras la comida, se armaba uno de valor para acudir al bar más
próximo y tomarse un café y una copa de
coñac. Se añadía, generalmente, una aspirina. Tras esto, con el cuerpo ya más
entonado, se regresaba a la habitación con la creencia de una curación
inmediata que no se producía de ese modo. Pero, durante unos días, se seguía
este rito de la copa de coñac. Si se vertía integra en el café, existía la
creencia de que el efecto era mayor. Leyendas urbanas, sin duda alguna.
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