CAPÍTULO 14
JUEGOS Y JUGUETES
A lo largo del año,
sin que constase oficialmente en ningún calendario, sin que nadie ordenase el
curso de los acontecimientos, llegaban unos juegos que arrinconaban a los
anteriores. Y así en constante sucesión y cíclicamente. Salvo el fútbol que
tenía bula y mantenía un carácter permanente, los demás duraban un tiempo y
pasaban. Enumero a continuación una serie de juegos y de juguetes, sin hacer
distinción de décadas, ya que la mayoría de ellos fueron objeto de juego
infantil en el período temporal cubierto por este libro.
Las canicas o las bolas, con sus variantes y sus guás
traían amplia participación, al requerirse poco espacio para su juego. Además,
todo el mundo tenía canicas. Las había
vulgares, de barro cocido con su clásico color marrón. Las había de
cristal, con irisaciones y deslumbrantes colores. Las había de acero y de
piedra. Las canicas eran un juego universal, de todos los niños que se
entusiasmaban con él. Esto alcanzaba su mayor grado en los parques, en los
patios de colegio y, en los pueblos en que pasé mi infancia, en las
proximidades del templo parroquial, en donde había buena tierra en una zona
suficientemente amplia y plana.
La peonza, el peón o trompo, de madera y punta de hierro, cuando no de acero
afilado y destructor, era un juego ora elegante y sosegado, viendo las
infinitas vueltas de aquellas peonzas tantas veces coloreadas o dibujadas, ora
salvaje cuando se desataba la caza de la peonza ajena y su destrucción por
partición o fractura. La peonza suscitaba pasiones encontradas y llantos
inconsolables de quien perdía la suya en combate. En este juego se cruzaban el
placer del pasatiempo de unos, con las malas artes e intenciones de otros,
deseosos de diversión a toda costa.
El pinchín o pincho era una barra pequeña y
delgada de hierro afilado por uno de sus extremos. Estaba destinado a clavarse
en el suelo, blando por las lluvias del invierno. Había, igualmente,
modalidades diversas del juego. Tirar, clavar y marcar la raya. Simple pero
divertido. Era frecuente jugar a las
islas. Se avanzaba, conquistando terreno, mientras el jugador lograse ir
clavando el pinchín en el suelo. Existía otra variante en la que se dibujaba un
gran círculo en el suelo, se dividía en dos partes, una para cada jugador, y se
iba clavando en la zona del otro. Se marcaban rayas de territorio conquistado
siguiendo la línea de la inclinación obtenida al clavar el pinchin en tierra,
continuándose así hasta que uno de ellos lograba conquistar todo el territorio
del otro.
En ocasiones, se
jugaba a un derivado de las canicas. Se competía por parejas y se trataba de
una especie de partido de fútbol. Se pintaba el terreno de juego marcando las
áreas y el centro del campo. La portería la defendía un jugador con un pequeño
y rectangular trozo de pizarra. El otro jugador abarcaba el resto del terreno
de juego. El balón era otra bola más pequeña. Se trataba de meter gol en la
otra portería si se lograba burlar al portero. Ganaba el que más goles metía.
No recuerdo el nombre de este juego que era ya más minoritario.
Tuvo mucho éxito entre
los niños en toda España, en los años cincuenta, el juego de las chapas. Se hacía, pintando un campo
de fútbol de pequeñas dimensiones en cualquier acera o plaza, jugando partidos
de fútbol con chapas de gaseosa a las que se les colocaba, en su parte
interior, la cara de los futbolistas de los equipos punteros en España en esos
años, debidamente recortada de las colecciones de cromos que tanto circulaban
entre la chiquillería. Una variante de las
chapas consistía en dibujar con tiza en la acera un estrecho y zigzagueante circuito, más o
menos largo o dando vueltas. Los dos o tres jugadores, provistos de su chapa,
se situaban en la línea de salida de la carrera. Las chapas avanzaban a golpes
de impulsos con los dedos y, especialmente, con la uña. El juego era una
carrera en la que ganaba, lógicamente, el que llegaba antes a la meta final.
Pero había una dificultad nada desdeñable. Cada vez que una chapa se salía del
circuito marcado debía de volver a situarse en la línea de salida. Como puede
suponerse, las ansias de ganar y el carácter más o menos agresivo o violento,
en esas situaciones, de los jugadores propiciaba toda suerte de discusiones y
debates sobre los lances del juego.
Detrás de estos juegos
estrella, venían ya otros diversos. Los
patines, el aro, la tabla de madera con ruedas, con frecuencia denominada carrilana e incluso dotada,
frecuentemente, con rodamientos para lanzarse cuesta abajo montado sobre ella, las
espadas de madera con sus batallas y combates a espadazos y estocadas,
eran ejemplos de juegos muy extendidos entre el
mundillo infantil. No podemos olvidarnos de los populares tirabalas o tirachinas. Con una ramita de árbol en “Y”, un pedazo de cuero de
algún viejo zapato o cartera y dos gomas, se montaba este artilugio, auténtica
arma de guerra. Con ella se lanzaba una piedra a gran distancia y, si el
tirador era hábil y había ensayado lo suficiente, hasta con atinada puntería.
Los niños y chicos jóvenes solían, por temporadas, hacerlos y jugar con ellos.
Se tiraba a cualquier cosa. Así sucedía
con un árbol, más o menos lejano, un bote en el suelo o sobre una pared. Los
chiquillos más traviesos o mal intencionados, apuntaban a un gato que pasaba y
hasta un pájaro en la copa de un árbol. Eso sin contar alguna que otra batalla
o escaramuza infantil. Sin duda era un cacharro
peligroso si su uso no estaba bien controlado.
Más ingenuo y
pacífico, aunque en ocasiones molesto, era el canuto. Era éste un pequeño tubo de caña o de cualquier otro
material que se tuviese a mano con el que se soplaba, de golpe, con la boca. En
su interior se ponía, generalmente, algún grano de arroz o algo similar. Se
apuntaba a alguien, por lo general, otro niño o niña y se disparaba. Con buena
puntería se podía dar en el cuello, en la cara o en la cabeza de algún incauto.
Y éste, al sentir el picor del impacto, sobresaltado, se llevaba la mano a la
zona alcanzada por el proyectil. Por lo general, todo acababa en risas de unos
y enfados de otros. Éste era un juego que, en ocasiones, practicaban algunos
chavales en las clases en los colegios. Escondidos tras el compañero de la mesa
o pupitre de delante, apuntaban, disparaban su mortífera carga y escondían
rápidamente la mano y el canutillo, mientras silbaban jugando al despiste. Más
de uno, cogido in fraganti por el profesor, salió expulsado de la clase,
siéndole confiscada su peligrosa arma.
En las clases, los
niños y los no tan niños, al igual que las niñas, distraían con frecuencia su
aburrimiento, las pocas ganas de atender a las explicaciones del profesor o
profesora de turno y sus ansias de diversión, jugando a los barcos. A este juego, de enorme
popularidad, todos sabíamos jugar. Sólo requería un trozo u hoja de papel
cuadriculado y ponerse de acuerdo, a corta distancia un jugador del otro, sobre
cuantos barcos había de cada tamaño, así como de las dimensiones del cuadro. A
partir de ahí, en voz baja, se gritaba ¡
C 4¡ ¡agua! ¡H 7!
¡agua! ¡D 2! ¡tocado uno de
cuatro! Y así sucesivamente, hasta
que uno de los chicos o chicas le hundía la flota naval al otro. Además este
juego a diferencia de la mayoría de los otros, podía ser mixto. El único
problema era el riesgo, que en ocasiones se transformaba en realidad, de una
expulsión de clase por no estar atento o armar ruido.
Y para terminar con
los juegos de colegio, podemos recordar el de echar un pulso. Así como suena. Normalmente en un descanso entre
dos clases, dentro del mismo aula y sobre un pupitre o mesa, uno le decía a
otro ¡te echo un pulso! O cosas más
ofensivas como ¡te gano a un pulso! o ¡no te atreves con un pulso! La
respuesta del aludido o del señalado con tal reto, siempre algún otro niño o
joven, no podía ser más que una. Estaba en juego su honor, su orgullo y su amor
propio. Máxime si alguna niña o jovencita o aquella niña o joven concreta
estaba presente o más o menos próxima. Y se entablaba el duelo. Los
contendientes, en la postura de uno frente al otro, sujetaban sus manos,
mientras la otra reposaba sobre una pierna o se ponía encima de la mesa para
evitar apoyos y trampas en la lucha. Ambos iniciaban su particular duelo con un
esfuerzo máximo, con el fin de hacer morder el polvo al otro, a base a derribar
su brazo sobre la mesa. El que lograba esta hazaña ganaba. Y con ello exhibía
su fortaleza o su pillería. En este juego había multitud de trucos, trampas y
malas artes tendentes a ganar como fuese. Había mucho orgullo en juego.
Debo de hacer aquí un
alto en el camino, para narrar uno de los grandes entretenimientos de muchos
niños de la época. Me refiero a la caza y captura de grillos. Así, como se lee, de esos pequeños
y negros animalitos que abundan por los prados de media España. De vez en
cuando, alguno de los chicos del grupo decía vamos a coger grillos y se
montaba, al instante, la expedición. El grupo de chiquillos se dirigía a algún
prado, normalmente en los meses de primavera o verano. Se aguzaba el oído hasta
captar el típico y habitual griii griii de estos animalillos. Y una vez localizado el
canto en medio del prado, se aproximaba el grupo, lenta y parsimoniosamente,
hacia el lugar en que estaba. El canto servía de guía y ayudaba a localizar
entre las hierbas el nido o agujero en el que se escondía. Tras esta
localización, debía de hacerse salir al grillo de aquel agujero. Y aquí venían
las diversas técnicas y habilidades del personal.
Unos, cogían una larga
y espigada hierba, la introducían en el agujero y la hacían girar con
insistencia. El grillo, tardaba en salir, pero si el cazador era hábil y experto
lograba su objetivo. Al salir el grillo, sobre la hierba del prado, se cogía
con la mano e introducía en una caja o
bote que se llevaba para guardarlos. Otros, acudían a procedimientos más
fuertes, en los que echaban agua o algún otro líquido, aunque éste fuese poco
noble. A veces lograban que el grillo saliera mojado y enfadado. Pero el procedimiento que nunca fallaba, aunque un tanto
cruel, era el de aquellos que llevaban un par de hormigas grandes, auténticos tigres, que introducían en el agujero
y... ¡claro está! A los pocos segundos
salía raudo y veloz el grillo huyendo de aquellas salvajes hormigas.
En todos los casos, el
grillo o los grillos, se llevaban a casa en una caja de cartón y, en ocasiones,
en unas pequeñas grilleras o jaulas
adecuadas para estos animalillos. En casa, el grillo cogía la mala costumbre de
cantar a todas horas, en especial por las noches. Esto provocaba que los padres
de la criatura que los había llevado a casa lo pusieran en libertad, en
cualquier huerta o prado próximo, denostando al cazador y a su caza. En ocasiones, a alguien se le ocurría llevar
el grillo al colegio y meterlo en
clase, en cualquier rincón. Es fácil figurarse el escándalo que se formaba
cuando el profesor veía entorpecidas sus explicaciones por semejante canto. Se
tardaba en dar con el bicho y esto
proporcionaba un rato de jolgorio y de risas.
Un entretenimiento más
pacífico, también con el reino animal por
medio, era la cría de gusanos de seda.
La moda duró unos años. Se adquirían unos gusanos, se introducían en una caja
de cartón en la que se hacían unos agujeros por aquello de la respiración de
los gusanos, se les echaban unas
hojas de morera, lechuga o similar y... a esperar el ciclo. Este, según los
libros de texto de ciencias que consultábamos, pasaba porque un buen día
encontrábamos que el gusano había desaparecido y en su lugar había una hermosa
y amarillenta envoltura de seda. El gusano decían que estaba dentro. Pero esto
se trata, igualmente, en otro capítulo.
En cuanto a las niñas,
jugaban fundamentalmente a la rayuela, la
china o la carabañola. Este juego universal, ya que se practicaba en todos
los rincones de España, aunque con nombres diferentes, se iniciaba marcando con
tiza en el suelo una serie de zonas cuadradas, rectangulares o redondas. Se
numeraban o identificaban con nombres o letras. El juego consistía en empujar
una pequeña piedra plana con un pie, manteniendo el otro en alto, sin apoyar en
el suelo. A pequeños saltos. La piedra debía de ir pasando, sin detenerse sobre
las rayas, de una zona a otra. Y todo ello siguiendo unas reglas de juego
determinadas.
Jugaban, también, a saltar la cuerda, alcanzando algunas gran maestría, velocidad y
habilidad. Era otro juego universal con las mil reglas y variantes localistas.
Pero en esencia, mientras dos niñas daban
a la cuerda por sus extremos, balanceándola rítmicamente, la jugadora o
jugadoras debía saltar la cuerda sin engancharse ni tropezar. Toda una técnica
y un arte. Había diferentes juegos, pero quizás el más universal era aquel en
que se daban tres saltos, procurando no enredarse en la cuerda, y salir
después. La que se enganchaba, pasaba a dar cuerda. Otra variante era mover la
cuerda en vaivén, subiendo la altura cada vez más. Mientras, las niñas debían
de saltar esa cuerda. Perdía la que no lo lograba o se enredaba en la cuerda.
Finalmente, otro juego era saltar individualmente la cuerda que, ella misma se
daba con una cierta velocidad. Ganaba si lo lograba.
Las niñas solían
jugar, también, a cantar canciones infantiles. Entre ellas Quisiera ser tan alta como la luna, Mambrú se fue a la guerra, Tengo
una muñeca vestida de azul o Donde están las llaves, matarile... Con
frecuencia y, en caso de pequeños, solían intervenir también los niños en estas
canciones infantiles.
Aparte de este tipo de
juegos, estaban los que podríamos denominar juegos de grupo o de equipo. No nos
referimos al fútbol, baloncesto o similares. Eran otra cosa. Así el famoso policías y ladrones, también denominado polis y cacos. Era un juego entrañable
al que se jugaba en toda España, en ciudades y pueblos. En estos últimos, el
territorio con frecuencia no tenía límites. Podía ser todo el pueblo. Aunque
por sentido común y no correr más de la cuenta se restringía, de hecho, a una
zona más o menos delimitada. Un grupo, el de los cacos se alejaba y escondía y al grito de aviso, el otro grupo, el
de los polis, debía salir a
buscarlos. Al final, tras sus reglas del alto y los pasos máximos necesarios,
que se contaban, los policías debían apresar a toda la banda. Se puede uno imaginar lo que aquello podía
durar. Los escondites posibles eran muchos, aunque todos los conocíamos
perfectamente e íbamos a tiro fijo. Pero, también, las posibilidades de
trampas, chanchullos y líos eran infinitas, en especial con los famosos pasos
máximos de distancia. Las discusiones y trifulcas, muy frecuentes dado el afán
por ganar que todos teníamos, no faltaban nunca.
Pero uno de los juegos
favoritos de niños y adolescentes era el de
amelás o apandar, más conocido en
muchos lugares como el churro. En
este juego, dos o tres niños designados a suertes o, más bien, a mala suerte pandaban o apandaban. Uno se apoyaba contra una pared, con su espalda contra
ésta, mientras uno o dos más se agachaban apoyando su cabeza, el primero contra
el que estaba en la pared y el segundo contra el trasero del primero.
Procuraban sujetarse con las manos sabedores de la que se les venía encima. Y
esto con más propiedad que nunca, ya que los restantes jugadores, tras coger
carrerilla, saltaban desde una marca señalada en el suelo, hasta caer encima de
los que apandaban. Se trataba de
hacerlo lo más adelante posible con el fin de dejar espacio, en las espaldas de
los apandados, para los que iban
saltando detrás. Junto al golpe producido sobre la espalda de estos sufridos apandados, que ya no era poco, máxime
que quienes saltaban procuraban que este impacto fuese mayor aún si cabe,
estaba el sostener el peso de todos los chavales que iban lloviendo encima de
ellos. En función del número de jugadores, la cantidad de los que se iban
amontonando sobre las arqueadas espaldas y traseros de los apandados era mayor o menor, pero en todo caso suficiente para
reventar a aquellos que, con frecuencia se derrumbaban, cayendo al suelo al no
resistir el peso. Máxime si hacía su aparición toda la pillería y malas artes a
las que este juego era propicio. La fuerza bruta, el peso de algunos, los
golpes intencionados al caer y mil artimañas más, le daban a los aspirantes a hombrecitos alas para desahogar sus
muchas energías contenidas. En muchos lugares se decía aquello de churro, mango, medio mango, mangotero en
algunas fases de este juego.
Existía una variante
más pacífica, consistente en ir saltando unos sobre otros, alineándose en
posición agachada, formando una especie de potro
de gimnasio, a la par que la fila iba progresando, uno tras otro. Con esto,
estaba plenamente garantizado el ejercicio a la vez que la diversión.
Entre otros juegos, de
grupo, en los que intervenían con frecuencia niños y niñas podemos citar: el escondite, el pañuelo, el quedas, las
cuatro esquinas, la sillita de la reina, el escondite inglés, la taba, tres en
raya y la gallina ciega que eran, junto a otros muchos, exponente
clásico de juegos infantiles. En mi grupo de amigos de la infancia inventamos uno muy especial. Le llamábamos jugar a las películas y se desarrollaba
entre varios chavales, sentados en un banco del Parque. Estaba, lógicamente
relacionado con las numerosas películas de cine que íbamos viendo. En
definitiva, en esos años, los chicos veíamos en la calle la forma habitual de
esparcimiento y de recreo. En la calle encontrábamos a los otros chicos y nos
relacionábamos. Allí, en un medio seguro, ya que el tráfico de vehículos, tal
como hoy lo entendemos, no existía, se podía disfrutar del aire libre y los
espacios abiertos. Y los padres, que disponían de casas, generalmente poco
dotadas cuando no pequeñas, tenían un medio de descansar de sus hijos sabiendo que nunca o casi nunca pasaba nada.
Aportaban todos estos
juegos, por otra parte, una importante ayuda física, psíquica y de cultivo de
la personalidad y determinados valores. Requerían en su mayoría un cierto
esfuerzo físico, una verdadera forma de gimnasia. Otros, propiciaban el
espíritu de equipo y de colaboración. Todos ayudaban a generar afán de lucha,
de victoria, de lograr ganar. Pero, también, se aprendía a perder. Y se perdía
muchas veces. Y además se estaba con los
amigos, en un ambiente, normalmente, sano.
Con respecto a los
juguetes, en los cuarenta y cincuenta tenían algunas características comunes.
La variedad no era mucha, estaban fabricados con elementos pobres, tales como el cartón y la hojalata o latón y, con
frecuencia, en lugar de tornillos o remaches, se armaban o enlazaban con
pestañas, como correspondía al nivel económico del país y a la conocida autarquía.
Por esto, los niños disponíamos de muy pocos juguetes comprados. Eso sí, la
imaginación de los padres, aguzado su ingenio por la escasez y la necesidad,
suplía con creces esas carencias.
Nuestros padres nos
hicieron y enseñaron a hacer e introducir en nuestros juegos un sinfín de
cosas. Es el caso de las pelotas de trapo
con las que se jugaban eternos partidos en la calle, bien es cierto que
parando el juego, con frecuencia, para repararlas. Es también el caso de las cometas, que se montaban con unos
radios hechos con el mango de caña de las escobas y unas hojas de papel,
preferentemente de estraza, pegadas con cola o engrudo y un ovillo de hilo. Se
adornaba con colores y dibujos y se le colgaba un trapo a modo de cola. Y a volar desde
cualquier lugar adecuado.
Entre los juguetes más
comunes de los niños, ya que la diferencia de sexos era en esto radical, se
encontraban el caballo de cartón piedra,
generalmente con ruedas, los coches,
camionetas y tranvías de hojalata, pintados de rojo, azul y amarillo, motos con su motorista en un sólo cuerpo
y sencillos barcos y avionetas,
igualmente de hojalata, los soñados soldaditos
de plomo, la pelota de goma
multicolor, la espada, la escopeta que disparaba un corcho atado al cañón, la pistola de pistones,el tambor, la trompeta,
la armónica, la carraca, los bolos, las construcciones y arquitecturas de madera que disponía de
unas pocas piezas triangulares, cuadradas, rectangulares y semicilíndricas, de
colores vivos y variados con las que se formaban figuras arquitectónicas, con frecuencia echándole bastante imaginación...
Para las niñas, lo más
habitual eran las muñecas, con
frecuencia de tamaño grande, los armarios
con vestidos para esas muñecas, las famosas cocinitas
dotadas de ollas, platos y cacerolas, la plancha, la sillita para la muñeca,
los patines...
Era común entonces, en
muchas casas, disponer de recortables.
Se trataba de láminas de cartulina en las que estaban las piezas de barcos,
aviones, muñecas o castillos, las cuales se recortaban y enlazaban por medio de
pestañas que se pegaban. De ellas salían
juguetes que servían para pasar unas horas o unos días hasta que, por lo
general, se rompían.
Como se puede ver,
esta distribución de juguetería, marcaba claramente el rol social jugado por
hombres y mujeres de ese tiempo. Luego, a la hora de la verdad, en las casas
todo se mezclaba y no era raro ver a las niñas dando patadas a una pelota o
jugando con el caballo de cartón y a los niños pegados a una cocinita o con los
patines de su hermana.
Esta situación, en la
que los niños disponíamos de escaso equipamiento de juguetes y que los
existentes solían durar poco, por ser de mala fabricación, fue evolucionando
con el paso de esos años. Y llegó la aparición paulatina de otros muchos
juguetes, de más calidad, más caros, pero accesibles a las mejores
posibilidades de la emergente clase media española.
En esos años fueron
apareciendo en los comercios de juguetes el
balón de fútbol, las botas, camisetas y rodilleras para jugar a ese
deporte, las escopetas de balines, el
primer Fort Apache que nos deslumbró
a todos con su fuerte, los indios sioux y los soldados del Séptimo de
Caballería, los Juegos Reunidos, las
arquitecturas más completas, el Mecano o
las bicicletas. Para las niñas, que
también disfrutaban de algunos de los citados juegos, la evolución fue en la
línea de más variedad de muñecas y de vestidos, cocinas, casitas y armarios
mejor pertrechados y más completos.
No puedo resistirme a
mencionar más detenidamente el juego, antes citado, del Mecano. Fue, sin duda, uno de los más educativos de la época. Sus
piezas metálicas, repletas de agujeros, con tamaños y longitudes diversas, que
se unían por medio de tornillos y tuercas, permitían construir infinidad de
montajes distintos. La creatividad del niño se unía a las posibilidades de
hacer muy diferentes cosas con aquellas piezas, a las que se unían ruedas,
poleas, soportes y otras muchas figuras más. Y así, se construían barcos,
mesas, grúas, polipastos, castillos, casas, pequeños montajes metálicos que
podían ponerse en movimiento con ruedas, cordones o coronas dentadas. Todo un
mundo de técnica y fantasía que ayudó a más de uno a adquirir dotes
básicas de mecánica e ingeniería.
Junto a los citados
juguetes, que encandilaron a los niños y a sus padres durante ese tiempo, con
las posibilidades que tenían, fue sin duda la estrella el tren. Estaba al alcance de pocos bolsillos en sus
primeras versiones. Pero aquellas pequeñas estaciones, las vías y la máquina
con un par de vagones dando vueltas y más vueltas por la mesa del salón o por
el suelo de una habitación, impactaron nuestros espíritus juveniles y llenaron
de ilusiones muchas horas de antaño aunque, eso sí, muy lejos del scalextric que vendría ya en la
generación de nuestros hijos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
AQUÍ PUEDES COMENTAR LO QUE DESEES SOBRE ESTE CAPÍTULO O ESTE LIBRO
El autor agradece los comentarios