miércoles, 2 de octubre de 2013

CAPÍTULO 63
EL SEISCIENTOS

Al tratar de este coche, que para la mayor parte de mi generación fue el primero que tuvimos, hay que hacerlo con respeto y admiración. Con entrañables recuerdos nadando en nuestra mente y surgiendo del fondo de nuestra retina. Todo un gran símbolo de una época ya lejana. En la España de los sesenta, mayores y jóvenes soñábamos con llegar a tener un coche. Ya no era algo imposible. La mejora económica del país, plasmada en el ascenso de mucha gente a las clases medias, lo ponía  a tiro. Se estaba trabajando mucho y con esfuerzo. Y asomaba ya con fuerza el consumismo, las marcas, las modas y todo eso. Pero lo del coche era distinto, era otra cosa. Un deseo muy fuerte. Una aspiración.

Por eso cuando alguien lo compraba, parecía dar un salto en los esquemas sociales. ¡Ya tenía coche! Y esto era especialmente vivido por los jóvenes en sus inicios de vida laboral. Muchos fuimos los que, al empezar esa vida profesional, accedimos al seiscientos. Eso sí, firmando un buen montón  de letras, pagaderas mes a mes, con un buen esfuerzo. Pero valía la pena para todos los españolitos que dábamos ese salto. No era aquel coopé descapotable que algunos hijos de papá conducían por nuestras calles, exhibiéndose de continuo con alguna chica a bordo. Pero cumplía sobradamente para nuestros inicios automovilísticos.

El seiscientos, tal como recordamos todos, era un gran coche. Me explicaré mejor. Era un coche hecho en España, de bajas prestaciones. Era un simple utilitario, de mala chapa y mecánica sencilla. Con todos los defectos de los coches de su época, de gama baja. Pero con un montón de virtudes. Veamos. Capacidad interior suficiente, cabíamos los que hiciese falta. En alguna ocasión se metieron en el mío todos mis amigos. Ignoro cómo, pero así fue. Corría lo suficiente para aquellas terribles carreteras de nuestro mapa nacional. No tenía ayuda alguna para mover el volante, pero como éramos jóvenes y no conocíamos eso de la dirección asistida ni otras zarandajas, no nos enterábamos. Las ruedas se pinchaban con gran frecuencia y había que cambiarlas en plena ruta. Al principio esto era divertido. Sacar los tornillos, montar el gato para levantar el coche, sacar la rueda, ponerse las manos perdidas de suciedad y de grasa y poner la rueda de recambio. Eso si, si pinchabas otra vez antes de llegar a un taller para que te pusiesen un parche en la rueda, estabas perdido y tirado en la carretera. La mecánica era tan simple que hasta el más torpe entendía lo suficiente para salir de un apuro. Confieso que logré hacer de todo en aquel coche. Cambiar bujías, limpiarlas, cambiar los filtros y las correas diversas que llevaba, frotar y limar los platinos tras sacar el delco, cambiar faros y regularlos colocándolos frente a una pared y mil cosas más. En ruta ocurrían las más diversas incidencias, sin apenas información en los relojes del salpicadero. Bueno lo poco que llevaba. Una de las más clásicas y conocidas era la súbita subida de temperatura del agua de refrigeración, por exceso de calentamiento. Piloto rojo encendido, parar el coche, levantar el capó y quedarse un rato esperando que se enfriase, mientras salía humo del motor. Después, si se llevaba agua, debía añadirse en el depósito de nuevo y a correr. Todo era sencillo en aquel motor con todos sus elementos a la vista y bastante accesibles.


En aquel Seat 600-E, cuya matrícula es la única que recuerdo de mis sucesivos vehículos, recorrí España de norte a sur y de oeste a este. Subí, con más o menos penurias, algunos de  los puertos más peleones de las carreteras nacionales: Pajares, El Escudo, Piedrafita, Manzanal. Se desenvolvía con el mismo desparpajo en los pueblos gallegos o asturianos como por las calles de Madrid. Aquel seiscientos, con su baca arriba cargada de maletas y trastos, era un fiel compañero de viajes, de días de playa y del diario acompañamiento al trabajo. Y parecía no envejecer, salvo los agujeros de chapa oxidada que había que tapar y disimular para que no se viesen sus interioridades y sus miserias. Me acompañó en mi viaje de novios, con más de dos mil kilómetros de trayecto y, más tarde mis hijos pequeños viajaron en él en sus primeros años. Realmente, parecía no acabarse nunca pese a que el cuentaquilómetros subía y subía en sus dígitos.

Pero todo tenía un fin en la vida. Y a los seiscientos que no eran eternos aunque lo parecían, les llegaba la hora de la retirada. Bueno, más bien del cambio de manos. Llegaba el momento de venderlos para acceder a otro coche más moderno. Creo no mentir ni equivocarme si mantengo que todos lo sentimos. Todos los que tuvimos un seiscientos nos despedimos con nostalgia y tristeza al deshacernos de él. Era mucho lo vivido en esos viejos cacharros. De ahí lo del respeto y admiración del inicio de  este capítulo.

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