CAPÍTULO 46
EL REGALIZ Y LAS GOLOSINAS
En el mundo infantil siempre han tenido
importancia las golosinas. Sean dulces, saladas o insípidas, siempre han sido
elemento de consuelo de penas, de ratos de alegría y bienestar o simplemente de
pasatiempo. Todos los niños, de todos los tiempos, han corrido detrás de los
distintos productos vendidos como golosinas o chucherías.
Los largos años de la posguerra no fueron una
excepción, ni mucho menos. Pese a las
penurias económicas, los padres sabían encontrar el modo de poder comprar a sus
hijos algunos de esos productos. Eso sí, en forma mucho más limitada y
restrictiva que en años posteriores. A partir de los setenta se disparó ya el
mercado de las golosinas, tanto en variedad como en cantidad. Pero volviendo a
esos años cuarenta y cincuenta, tratemos de recordar las más comunes entre la
chiquillería, dejando aparte las diferencias lógicas, en aquella época, entre
ciudad y pueblo o entre unas u otras regiones hispanas. Me ceñiré a lo que viví
personalmente.
Evidentemente, los caramelos ocupaban el
número uno en las preferencias de los niños y niñas españoles. Eran bastante
buenos o, al menos, así lo percibíamos nosotros. Fueron muy populares las
pastillas de café con leche. Muchos de ellos venían envueltos en papel de
plata, bien coloreada ésta por una o ambas caras. Tras apurar aquellos de
fresa, nata, chocolate, naranja o limón, en muchas ocasiones conservábamos esas
hojas plateadas, previamente alisada con la uña, en el interior de libros o de
cuentos infantiles. Eran como un pequeño y hermoso tesoro que merecía ser
guardado.
Más exótico era el regaliz que en esos años
masticábamos todos los niños españoles. La variante más extendida era la negra.
Extraído de la regaliza, se presentaba en barritas largas y estrechas
completamente negras. Se vendía en toda clase de quioscos y tiendas de
golosinas. Su característico sabor incitaba a masticar y chupar incesantemente
aquellas barritas. En Valencia y Alicante conocí otra variedad, igualmente
abundante, en los puestos que en muchas calles vendían toda clase de frutos secos,
caramelos y golosinas. Eran una barritas vegetales de esa misma planta y que
permitía masticar y chupar un líquido, algo amargo en su sabor. Era regaliz en
su forma más natural y menos elaborada.
En esos puestos callejeros, de abundante
provisión para los niños, había también cacahuetes, avellanas, garbanzos, habas,
almendras garrapiñadas, chufas y altramuces. Los cacahuetes se vendían,
generalmente, con su cáscara en cartuchos o cucuruchos hechos de papel de
estraza in situ. Los niños pasábamos largo rato en la operación de apretar y
romper las cáscaras de los cacahuetes, moverlos entre los dedos para pelarlos y
comerlos. En todas partes se comían los cacahuetes y pocas veces sin cáscara y
tostados. Los garbanzos tostados eran una variedad de fruto seco, duros, pero
muy solicitados. Los altramuces se vendían también en esos cucuruchos de papel,
una vez extraídos por el vendedor del recipiente con agua y sal en el que los
mantenía para quitarles parte de su amargor. La forma de comerlos, mordiendo suavemente,
para romper la piel exterior y extraer la parte comestible de ese fruto, era
muy característica. Pese a su sabor algo amargo, eran muy solicitados.
Recuerdo, con cierta emoción y nostalgia, los innumerables puestos de estos
frutos, alineados en la acera, en las paradas de los tranvías del centro de
Valencia, en la época que estamos considerando. También en las entradas a los
cines ya que eran complemento indispensable para ver una película infantil.
Nada mejor para contener las emociones de una película del Gordo y el Flaco, de
Pinocho, de Blancanieves y los siete enanitos o cualquiera de las de Walt
Disney, que un puñado de cacahuetes, de almendras saladas o unas barritas de
regaliz.
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