CAPÍTULO 28
LA LLEGADA DE LA
TELEVISIÓN
En los años finales de la década de los
cincuenta la televisión llegó a nuestro país. La primera emisión de TVE fue en
1956. Sin duda un acontecimiento portentoso. La expectación fue grande y el
ansia por ver aquellas pequeñas pantallas en blanco y negro se expandió con
rapidez. Pero, sin embargo, la mayoría de los españoles tuvimos que esperar un
tiempo para verla y más aún para disponer de un televisor. La tele, como la
empezamos a llamar enseguida, llegó primero a las grandes capitales, con Madrid
en vanguardia. Le siguieron de inmediato otras ciudades. Las emisiones se
hacían desde Madrid en un único canal, en principio. Más tarde comenzó el
segundo canal, el UHF. Y estas dos cadenas fueron las que emitieron durante
bastantes años en solitario.
Ambas eran estatales y, por consiguiente,
estuvieron desde el primer día controladas por el gobierno de Franco. Sus
emisiones comenzaron por unas pocas horas al día y fueron estirando su horario,
hasta establecer una franja de ocho de la mañana a doce de la noche. Comenzaban
cada día con el himno nacional, mientras en la pantalla veíamos ondear la
bandera española. Terminaban las emisiones nocturnas del mismo modo. El canal
principal era el de la primera, mientras el segundo canal se dedicaba más a
temas culturales y de música. Pese a todas las limitaciones de infraestructuras
que inicialmente tuvo nuestra TVE, un plantel de excelentes profesionales logró
alcanzar un alto nivel en sus programas. Y así han quedado en nuestra retina
tal como recordaremos más adelante.
Al ser necesario disponer de estaciones
repetidoras, de alcance limitado, para poder recibir la señal de la televisión,
fue necesario escalonar la instalación de estos por todo el territorio
nacional. Mientras no se montaban los repetidores no había posibilidad alguna
de ver la tele. Así que si en la mayoría de las ciudades hubo que esperar un
tiempo para disponer de esos repetidores, en los pueblos esa demora fue mayor.
Pero, con el paso del tiempo, los españoles pudimos ir teniendo esa
posibilidad. Había, no obstante, un segundo inconveniente nada desdeñable. La
radio había alcanzado ya a todo tipo de hogares y era uno más en cada casa
desde hacía años. Pero los televisores eran caros para la economía de la
generalidad de los españoles. En ese final de los cincuenta todavía estaban
nuestros bolsillos bastante escasos de pesetas. El sueño estaba ahí pero se
tuvo que quedar en eso, en un sueño, durante bastante tiempo.
En todas las poblaciones los primeros aparatos
de televisión fueron adquiridos bien por algunas familias de alto poder
adquisitivo, bien por bares o cafeterías. Quienes en este sector de la
hostelería apostaron desde el principio por invertir en esos aparatos y
colocarlos en lugar relevante y visible de sus locales, jugaron a ganador. Por
eso, la carrera entre bares y cafeterías para colocar su televisor en una
repisa alta fue alocada. Si tenemos en cuenta que esa expansión inicial se
produjo, además, en momentos en que el fútbol nacional vivía años de gloria con
el Real Madrid de las primeras copas de Europa, lo que atraía multitudes, es
fácil comprender como esa fiebre alcanzó altísimos niveles de interés. Y a esto
hay que unir el hecho de que la pasión hispana por las corridas de toros se vio
incrementada por una excelente generación de toreros. Además la música era siempre un gancho seguro
para sentarse ante un televisor.
En mi caso particular, la televisión llegó al
entorno local en el que vivía, un pueblo costero en el norte de Galicia, cuando
terminaba mis años de bachillerato y casi a punto de abandonarlo para ir a
estudiar a Gijón. Aunque se dijo que un acaudalado indiano del pueblo había
adquirido el primer televisor, fue una cafetería-bar del mismo quien, tras
ponerlo en su establecimiento, recibió de inmediato el aluvión de parroquianos
y curiosos. Guardo el recuerdo de aquellas primeras sesiones ante el televisor
del bar, con la sala repleta y abarrotada de hombres y mujeres de todas las
edades, sentados con la vista puesta en lo alto, en aquel pionero aparato. Era el
primero que veíamos y que nos encandiló desde el inicio. Había comenzado otra
etapa social. Desde ese momento iban a ir cambiando muchas cosas, comenzando
por abrir el mundo a los ojos y oídos de los habitantes de ciudades, pueblos y
hasta de las aldeas más remotas. Eso sí, los tejados de los edificios se fueron
poblando de un ejército, desordenado y antiestético, de antenas. Las había de
todos los tamaños y alturas, pero su común denominador era la fealdad que
aportaron a todos los tejados. Cada casa y cada piso colocaban la suya donde
podía y había un hueco. El viento se encargaba de ir inclinándolas, doblando o
haciéndolas caer sobre otras en una especie de danza maldita.
Al trasladarme a Gijón para comenzar mis
estudios, una vez superado ya el Preu, pude disfrutar con más facilidad de la
televisión. Estábamos ya en 1960 y casi
todos los bares y cafeterías disponían de su receptor. Y era una época dorada
de la programación de TVE. Si bien continuaba el control total por parte del
gobierno, una cierta liberalización permitió que, al margen de las noticias en
los telediarios que estaban más controladas, la imaginación de los guionistas,
productores y realizadores fuese abriéndose en abanico. Y de ese hecho
surgieron programas inolvidables que llenaron muchas horas de nuestra
existencia en esa década de los sesenta. Nuestros hábitos comenzaron a
modificarse, para dar entrada a la visualización de esos programas. También
cambiaron otras cosas, aunque éstas no lo fueron para bien. Me refiero al hecho
de que la televisión, a diferencia de la radio, requiere atención plena de la
vista y el oído. Este hecho que en sí puede parecer baladí, resultó no ser
así. Su efecto más nocivo se produjo en
los hogares en los que la tele clausuró las tertulias y largas conversaciones
en la mesa, a la hora de comidas y cenas, que tenían una historia y una
antigüedad ancestrales. Lo que desde siglos, de generación en generación, se
venía haciendo en todas partes, dejó paso poco a poco a filas de gentes
pendientes de la pantalla y diciendo ¡cállate!
al que osaba interrumpir. Aunque hay algo de caricatura en esto, la escena está
bastante próxima a la realidad. Por el contrario, se comenzó a salir más para
acudir a esos bares y cafetería, en especial por las noches. Y en las casas, conforme
se instalaba un televisor, se pasaba a dormir menos, al acostarse más tarde los
moradores de la vivienda, visualizando el aparato hasta el cierre de las
emisiones.
La situación descrita alcanzaba su cenit en
los días en que se retransmitía un partido de fútbol que, en esos primeros años
de televisión, solían ser las sucesivas eliminatorias de la Copa de Europa. En
esos años de mi estancia en Gijón, fueron el Real Madrid y, en menor
frecuencia, el Barcelona los equipos que pudimos ver en acción. Una escena,
sin duda repetida por todas partes, era la que narro. Media hora antes del
inicio del partido, en esos días entre semana en los que se jugaban esas
eliminatorias sucesivas, acudía, presuroso y nervioso, a un bar de amplio salón
en el Paseo de Begoña de Gijón. Pese a ir con tiempo suficiente solían quedar
ya pocas mesas libres y la barra estaba repleta en primera y segunda fila. Los
parroquianos, prácticamente todos hombres, mataban la espera jugando al dominó
o a las cartas. Algunos charlaban entre sí haciendo conjeturas sobre el partido
que harían Di Stéfano, Puskas, Gento, Santamaría o Alonso. Enseguida el
local se llenaba y la gente que continuaba entrando se agolpaba en pasillos, apoyados
en las paredes del fondo y hasta en la puerta de entrada. Se apagaban la
mayoría de las luces y la conexión comenzaba, mientras una densa nube de humo
de los cigarrillos sobrevolaba por encima de nuestras cabezas, visible en los
halos luminosos de las bombillas de la barra que quedaban encendidas. Comenzaba
el partido y la pasión se desbordaba, entre una marabunta de voces, gritos al
árbitro, si había lugar a ello, risas y aplausos. Cuando el Madrid marcaba sus
goles, cosa que en esa época era habitual, un estallido atronador de aplausos y
voces de júbilo inundaba el bar y se
extendía, como una bomba, por todos los aledaños. Aquellas noches de
futbol televisado, aparte de hacernos pasar ratos inolvidables, alegraban y
animaban nuestras vidas.
Pero no solamente fue el fútbol el causante de
estos cambios sociales. Debo citar desde el primer momento a varios tipos de
programas que, sin duda, nos permitieron disfrutar de espacios de tiempo
alegres, divertidos y, sobre todo, entretenidos. Me refiero a programas
concursos, a musicales y al cine. Aunque luego citaré a algunos de forma
concreta, que impactaron positivamente a mi generación y a nuestros mayores,
debo decir que aquellos concursos, en los que se mezclaba la posibilidad de
alcanzar un premio con preguntas, entretenimientos, acertijos, cultura o
música, fueron sencillamente geniales. Los programas musicales nos permitieron
ver y escuchar en la pantalla a los ídolos del momento y otros muchos
cantantes, bandas y grupos musicales de primer orden. Y la emisión de películas,
series de creación televisiva y documentales de todo porte llenaron muchas
horas delante de los televisores. Y, además, creo no equivocarme demasiado al
decir que, aparte de ir conociendo un mundo en sentido amplio, que
desconocíamos hasta entonces, nos permitió incrementar nuestra cultura en
cierta medida. Los programas de corte cultural ayudaron también a esto.
Como sucedió por todas partes, en mi casa
paterna llegó un día la televisión. Fue un verano en el que me encontraba de
vacaciones en el pueblo de la Galicia costera al que he aludido en varias
ocasiones. De aquellos primeros tiempos guardó imborrable el recuerdo de la
llegada del hombre a la luna y, previamente a ésta, el lanzamiento de los
primeros satélites y misiones espaciales con la recuperación de los tripulantes
en el mar. La noche en que se televisó, en directo, la llegada del hombre a la
luna fue, aparte de impresionante, un acontecimiento que revolucionó el mundo.
Mi hermana y yo, que nos habíamos quedado a ver todo hasta el final de la emisión,
fuimos conscientes de estar ante un acontecimiento histórico, que muchas
generaciones habrían querido conocer si les hubiese pasado esa posibilidad por
sus cabezas.
En lo referente a concursos, toda mi
generación recuerda con agrado Un
millón para el mejor, La unión hace la fuerza y, en tono menor, Cesta
y puntos. Contemplamos con agrado aquellas corridas de toros en plena
competencia de El Cordobés y Paco Camino. Disfrutamos con los éxitos en
baloncesto de aquel Madrid de Emiliano y Sevillano o el Juventud de Badalona, el de
Buscató, en la Copa de Europa con partidos intensos y emocionantes con
los campeones rusos e italianos. También las inolvidables retransmisiones de la
Copa Davis de tenis con partidos grandiosos de Manolo Santana, Arilla y
compañía.
Acompañados de un café, después de la cena,
muchos españoles, entre los que me contaba en aquellos años estudiantiles,
acudíamos a ver la tele que estaba en fase creciente, con pocos medios y mucho
ingenio. Cómo olvidar aquellas noches de sábado con las actuaciones musicales
de los ídolos del momento y las del inconfundible Frank Johan o los excelentes
y divertidos concursos de las noches de los lunes.
La televisión pasó a ser algo entrañable.
Estiró el tiempo de luces encendidas en las casas y aumentó el trasnochar. Por
las mañanas, en el trabajo o en las clases, se notaban frecuentemente las
huellas de aquellos ratos pasados ante el televisor hasta el momento del
cierre. Las mañanas comenzaban, entonces, en el puesto de trabajo comentando
cuestiones suscitadas al hilo de la película o la serie vista durante la noche
anterior.
Y aparte queda el mundo de los niños. Si hubo
quienes se volcaron alrededor de los televisores, para ver tantas y tantas
películas y cartoons de Walt
Disney fueron los más pequeños. Y sus padres, que encontraron un
impagable alivio a la sed de cuentos de sus hijos. Se acabó el inventar
historias a todas horas. Padres e hijos pequeños pasaban un tiempo viendo a los
ídolos de los niños. Interminables tardes con las historias de Pato Donald y sus traviesos sobrinitos,
con el tacaño tío Gilito a su lado. O aquellas otras Mickey, Goofy y Pluto o
las interminables perrerías y escarnios que le hacía el ratoncillo al siempre
irritable gato, en Tom y Jerry
Y a nivel de España, la televisión sirvió,
lógicamente, para la propaganda y difusión de la ideología del gobierno y para
mostrarnos todas las realizaciones que se iban sucediendo. Así, como ya se dijo
antes, fueron muchas las inauguraciones que pudimos ver en la pequeña pantalla
de pantanos, carreteras, polígonos de viviendas. El Plan Badajoz fue uno de los
más aireados. Y esto sin olvidar las celebraciones que el Régimen montaba, año
tras año, con ocasión del 1º de Mayo en la Plaza de las Ventas de Madrid, con
las actuaciones organizaciones de Coros y Danzas de la Sección Femenina de numerosas provincias hispanas.
Las series, de temática dispar, triunfaron
plenamente en esas dos décadas prodigiosas de la televisión. Entre ellas y sin
que suponga un orden de prioridad, tal como vienen a mi memoria, podríamos
citar Bonanza, El Santo, Los Intocables, El Fugitivo, Embrujada, Los
Vengadores, Daniel Boone, Perry Mason, El Agente de Cipol.
Algunas producciones propias de Televisión
Española alcanzaron un alto nivel de calidad y audiencia. Historias para no dormir,
de Narciso Ibáñez Serrador fue posiblemente la mejor. Escala en HI-FI, Reina por un día
fueron muy populares. Entre las musicales más destacadas recuerdo Galas del Sábado, con Joaquín Prat y Laura Valenzuela como
presentadores. Estudio 1 fue un inolvidable programa de teatro que puso a
nuestro alcance infinidad de obras de renombre. Y para los niños, el Vamos a la Cama quedó para siempre en
sus mentes.
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