viernes, 4 de octubre de 2013

CAPÍTULO 28
LA LLEGADA DE LA TELEVISIÓN

En los años finales de la década de los cincuenta la televisión llegó a nuestro país. La primera emisión de TVE fue en 1956. Sin duda un acontecimiento portentoso. La expectación fue grande y el ansia por ver aquellas pequeñas pantallas en blanco y negro se expandió con rapidez. Pero, sin embargo, la mayoría de los españoles tuvimos que esperar un tiempo para verla y más aún para disponer de un televisor. La tele, como la empezamos a llamar enseguida, llegó primero a las grandes capitales, con Madrid en vanguardia. Le siguieron de inmediato otras ciudades. Las emisiones se hacían desde Madrid en un único canal, en principio. Más tarde comenzó el segundo canal, el UHF. Y estas dos cadenas fueron las que emitieron durante bastantes años en solitario.

Todavía no había televisión en España

Ambas eran estatales y, por consiguiente, estuvieron desde el primer día controladas por el gobierno de Franco. Sus emisiones comenzaron por unas pocas horas al día y fueron estirando su horario, hasta establecer una franja de ocho de la mañana a doce de la noche. Comenzaban cada día con el himno nacional, mientras en la pantalla veíamos ondear la bandera española. Terminaban las emisiones nocturnas del mismo modo. El canal principal era el de la primera, mientras el segundo canal se dedicaba más a temas culturales y de música. Pese a todas las limitaciones de infraestructuras que inicialmente tuvo nuestra TVE, un plantel de excelentes profesionales logró alcanzar un alto nivel en sus programas. Y así han quedado en nuestra retina tal como recordaremos más adelante.

Al ser necesario disponer de estaciones repetidoras, de alcance limitado, para poder recibir la señal de la televisión, fue necesario escalonar la instalación de estos por todo el territorio nacional. Mientras no se montaban los repetidores no había posibilidad alguna de ver la tele. Así que si en la mayoría de las ciudades hubo que esperar un tiempo para disponer de esos repetidores, en los pueblos esa demora fue mayor. Pero, con el paso del tiempo, los españoles pudimos ir teniendo esa posibilidad. Había, no obstante, un segundo inconveniente nada desdeñable. La radio había alcanzado ya a todo tipo de hogares y era uno más en cada casa desde hacía años. Pero los televisores eran caros para la economía de la generalidad de los españoles. En ese final de los cincuenta todavía estaban nuestros bolsillos bastante escasos de pesetas. El sueño estaba ahí pero se tuvo que quedar en eso, en un sueño, durante bastante tiempo.

En todas las poblaciones los primeros aparatos de televisión fueron adquiridos bien por algunas familias de alto poder adquisitivo, bien por bares o cafeterías. Quienes en este sector de la hostelería apostaron desde el principio por invertir en esos aparatos y colocarlos en lugar relevante y visible de sus locales, jugaron a ganador. Por eso, la carrera entre bares y cafeterías para colocar su televisor en una repisa alta fue alocada. Si tenemos en cuenta que esa expansión inicial se produjo, además, en momentos en que el fútbol nacional vivía años de gloria con el Real Madrid de las primeras copas de Europa, lo que atraía multitudes, es fácil comprender como esa fiebre alcanzó altísimos niveles de interés. Y a esto hay que unir el hecho de que la pasión hispana por las corridas de toros se vio incrementada por una excelente generación de toreros.  Además la música era siempre un gancho seguro para sentarse ante un televisor.

En mi caso particular, la televisión llegó al entorno local en el que vivía, un pueblo costero en el norte de Galicia, cuando terminaba mis años de bachillerato y casi a punto de abandonarlo para ir a estudiar a Gijón. Aunque se dijo que un acaudalado indiano del pueblo había adquirido el primer televisor, fue una cafetería-bar del mismo quien, tras ponerlo en su establecimiento, recibió de inmediato el aluvión de parroquianos y curiosos. Guardo el recuerdo de aquellas primeras sesiones ante el televisor del bar, con la sala repleta y abarrotada de hombres y mujeres de todas las edades, sentados con la vista puesta en lo alto, en aquel pionero aparato. Era el primero que veíamos y que nos encandiló desde el inicio. Había comenzado otra etapa social. Desde ese momento iban a ir cambiando muchas cosas, comenzando por abrir el mundo a los ojos y oídos de los habitantes de ciudades, pueblos y hasta de las aldeas más remotas. Eso sí, los tejados de los edificios se fueron poblando de un ejército, desordenado y antiestético, de antenas. Las había de todos los tamaños y alturas, pero su común denominador era la fealdad que aportaron a todos los tejados. Cada casa y cada piso colocaban la suya donde podía y había un hueco. El viento se encargaba de ir inclinándolas, doblando o haciéndolas caer sobre otras en una especie de danza maldita.


Al trasladarme a Gijón para comenzar mis estudios, una vez superado ya el Preu, pude disfrutar con más facilidad de la televisión. Estábamos ya en 1960 y  casi todos los bares y cafeterías disponían de su receptor. Y era una época dorada de la programación de TVE. Si bien continuaba el control total por parte del gobierno, una cierta liberalización permitió que, al margen de las noticias en los telediarios que estaban más controladas, la imaginación de los guionistas, productores y realizadores fuese abriéndose en abanico. Y de ese hecho surgieron programas inolvidables que llenaron muchas horas de nuestra existencia en esa década de los sesenta. Nuestros hábitos comenzaron a modificarse, para dar entrada a la visualización de esos programas. También cambiaron otras cosas, aunque éstas no lo fueron para bien. Me refiero al hecho de que la televisión, a diferencia de la radio, requiere atención plena de la vista y el oído. Este hecho que en sí puede parecer baladí, resultó no ser así.  Su efecto más nocivo se produjo en los hogares en los que la tele clausuró las tertulias y largas conversaciones en la mesa, a la hora de comidas y cenas, que tenían una historia y una antigüedad ancestrales. Lo que desde siglos, de generación en generación, se venía haciendo en todas partes, dejó paso poco a poco a filas de gentes pendientes de la pantalla y diciendo ¡cállate! al que osaba interrumpir. Aunque hay algo de caricatura en esto, la escena está bastante próxima a la realidad. Por el contrario, se comenzó a salir más para acudir a esos bares y cafetería, en especial por las noches. Y en las casas, conforme se instalaba un televisor, se pasaba a dormir menos, al acostarse más tarde los moradores de la vivienda, visualizando el aparato hasta el cierre de las emisiones.

La situación descrita alcanzaba su cenit en los días en que se retransmitía un partido de fútbol que, en esos primeros años de televisión, solían ser las sucesivas eliminatorias de la Copa de Europa. En esos años de mi estancia en Gijón, fueron el Real Madrid y, en menor frecuencia, el Barcelona los equipos que pudimos ver en acción. Una escena, sin duda repetida por todas partes, era la que narro. Media hora antes del inicio del partido, en esos días entre semana en los que se jugaban esas eliminatorias sucesivas, acudía, presuroso y nervioso, a un bar de amplio salón en el Paseo de Begoña de Gijón. Pese a ir con tiempo suficiente solían quedar ya pocas mesas libres y la barra estaba repleta en primera y segunda fila. Los parroquianos, prácticamente todos hombres, mataban la espera jugando al dominó o a las cartas. Algunos charlaban entre sí haciendo conjeturas sobre el partido que harían Di Stéfano, Puskas, Gento, Santamaría o Alonso. Enseguida el local se llenaba y la gente que continuaba entrando se agolpaba en pasillos, apoyados en las paredes del fondo y hasta en la puerta de entrada. Se apagaban la mayoría de las luces y la conexión comenzaba, mientras una densa nube de humo de los cigarrillos sobrevolaba por encima de nuestras cabezas, visible en los halos luminosos de las bombillas de la barra que quedaban encendidas. Comenzaba el partido y la pasión se desbordaba, entre una marabunta de voces, gritos al árbitro, si había lugar a ello, risas y aplausos. Cuando el Madrid marcaba sus goles, cosa que en esa época era habitual, un estallido atronador de aplausos y voces de júbilo inundaba el bar y se  extendía, como una bomba, por todos los aledaños. Aquellas noches de futbol televisado, aparte de hacernos pasar ratos inolvidables, alegraban y animaban nuestras vidas.

Pero no solamente fue el fútbol el causante de estos cambios sociales. Debo citar desde el primer momento a varios tipos de programas que, sin duda, nos permitieron disfrutar de espacios de tiempo alegres, divertidos y, sobre todo, entretenidos. Me refiero a programas concursos, a musicales y al cine. Aunque luego citaré a algunos de forma concreta, que impactaron positivamente a mi generación y a nuestros mayores, debo decir que aquellos concursos, en los que se mezclaba la posibilidad de alcanzar un premio con preguntas, entretenimientos, acertijos, cultura o música, fueron sencillamente geniales. Los programas musicales nos permitieron ver y escuchar en la pantalla a los ídolos del momento y otros muchos cantantes, bandas y grupos musicales de primer orden. Y la emisión de películas, series de creación televisiva y documentales de todo porte llenaron muchas horas delante de los televisores. Y, además, creo no equivocarme demasiado al decir que, aparte de ir conociendo un mundo en sentido amplio, que desconocíamos hasta entonces, nos permitió incrementar nuestra cultura en cierta medida. Los programas de corte cultural ayudaron también a esto.

Como sucedió por todas partes, en mi casa paterna llegó un día la televisión. Fue un verano en el que me encontraba de vacaciones en el pueblo de la Galicia costera al que he aludido en varias ocasiones. De aquellos primeros tiempos guardó imborrable el recuerdo de la llegada del hombre a la luna y, previamente a ésta, el lanzamiento de los primeros satélites y misiones espaciales con la recuperación de los tripulantes en el mar. La noche en que se televisó, en directo, la llegada del hombre a la luna fue, aparte de impresionante, un acontecimiento que revolucionó el mundo. Mi hermana y yo, que nos habíamos quedado a ver todo hasta el final de la emisión, fuimos conscientes de estar ante un acontecimiento histórico, que muchas generaciones habrían querido conocer si les hubiese pasado esa posibilidad por sus cabezas.

En lo referente a concursos, toda mi generación recuerda con agrado  Un millón para el mejor, La unión hace la fuerza y, en tono menor, Cesta y puntos. Contemplamos con agrado aquellas corridas de toros en plena competencia de El Cordobés y Paco Camino. Disfrutamos con los éxitos en baloncesto de aquel Madrid de Emiliano y Sevillano o el Juventud de Badalona, el de Buscató, en la Copa de Europa con partidos intensos y emocionantes con los campeones rusos e italianos. También las inolvidables retransmisiones de la Copa Davis de tenis con partidos grandiosos de Manolo Santana, Arilla y compañía.

Acompañados de un café, después de la cena, muchos españoles, entre los que me contaba en aquellos años estudiantiles, acudíamos a ver la tele que estaba en fase creciente, con pocos medios y mucho ingenio. Cómo olvidar aquellas noches de sábado con las actuaciones musicales de los ídolos del momento y las del inconfundible Frank Johan o los excelentes  y divertidos concursos de las noches de los lunes.

La televisión pasó a ser algo entrañable. Estiró el tiempo de luces encendidas en las casas y aumentó el trasnochar. Por las mañanas, en el trabajo o en las clases, se notaban frecuentemente las huellas de aquellos ratos pasados ante el televisor hasta el momento del cierre. Las mañanas comenzaban, entonces, en el puesto de trabajo comentando cuestiones suscitadas al hilo de la película o la serie vista durante la noche anterior.

Y aparte queda el mundo de los niños. Si hubo quienes se volcaron alrededor de los televisores, para ver tantas y tantas películas y cartoons de Walt Disney fueron los más pequeños. Y sus padres, que encontraron un impagable alivio a la sed de cuentos de sus hijos. Se acabó el inventar historias a todas horas. Padres e hijos pequeños pasaban un tiempo viendo a los ídolos de los niños. Interminables tardes con las historias de Pato Donald y sus traviesos sobrinitos, con el tacaño tío Gilito a su lado. O aquellas otras Mickey, Goofy y Pluto o las interminables perrerías y escarnios que le hacía el ratoncillo al siempre irritable gato, en Tom y Jerry

Y a nivel de España, la televisión sirvió, lógicamente, para la propaganda y difusión de la ideología del gobierno y para mostrarnos todas las realizaciones que se iban sucediendo. Así, como ya se dijo antes, fueron muchas las inauguraciones que pudimos ver en la pequeña pantalla de pantanos, carreteras, polígonos de viviendas. El Plan Badajoz fue uno de los más aireados. Y esto sin olvidar las celebraciones que el Régimen montaba, año tras año, con ocasión del 1º de Mayo en la Plaza de las Ventas de Madrid, con las actuaciones organizaciones de Coros y Danzas de la Sección Femenina de  numerosas provincias hispanas.

Las series, de temática dispar, triunfaron plenamente en esas dos décadas prodigiosas de la televisión. Entre ellas y sin que suponga un orden de prioridad, tal como vienen a mi memoria, podríamos citar Bonanza, El Santo, Los Intocables, El Fugitivo, Embrujada, Los Vengadores, Daniel Boone, Perry Mason, El Agente de Cipol.


Algunas producciones propias de Televisión Española alcanzaron un alto nivel de calidad y audiencia. Historias para no dormir, de Narciso Ibáñez Serrador fue posiblemente la mejor. Escala en HI-FI, Reina por un día fueron muy populares. Entre las musicales más destacadas recuerdo Galas del Sábado, con Joaquín Prat y Laura Valenzuela como presentadores. Estudio 1 fue un inolvidable programa de teatro que puso a nuestro alcance infinidad de obras de renombre. Y para los niños, el Vamos a la Cama quedó para siempre en sus mentes.

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