CAPÍTULO 10
TRENES Y TRANVÍAS
No se pueden conocer bien los años cuarenta a
setenta del pasado siglo sin hacer un recorrido, aunque sea somero, sobre los
medios de transporte. Y de entre ellos, dejando a un lado el metro, existente
solamente en las grandes capitales como Madrid o Barcelona, o el avión tan sólo
utilizado por una minoría de españoles en esas primeras décadas, vamos a
ocuparnos de los dos más populares entonces en España: el tren y el tranvía.
El tren era el más utilizado para el
transporte y desplazamiento de la población. Hasta los años sesenta fueron pocos
los compatriotas que dispusieron de un coche propio. Pocos vehículos a motor se
veían, en esos años, por las carreteras hispanas. Algunas motocicletas y
unos escasos vehículos ligeros acompañaban a las camionetas y autobuses de las
líneas de transporte de viajeros, o de los llamados de ferias y mercados. La mayor parte de los españoles, cuando tenían
que hacer viajes a otros lugares, utilizaban el tren. La red radial, centrada
toda ella en Madrid, que se había completado en los tiempos del general Primo
de Rivera en su etapa de Jefe del Gobierno, extendían sus vías de la periferia
hacia el centro de la Península. Este modelo de red ferroviaria apenas ha
cambiado en su estructura con el paso de los años. Pero lo que sí ha cambiado
ostensiblemente fueron esos propios trenes y los combustibles utilizados.
Los trenes de esas dos décadas se movían totalmente con calderas de vapor y carbón. La locomotora iba provista de un anexo o depósito de ese mineral que era de donde se abastecían, a lo largo de su viaje, las calderas. La imagen de aquellos esforzados empleados, en camiseta de manga corta o de camisas azules, totalmente ennegrecidas por el manejo del carbón, es inolvidable. Mientras sus manos manejaban con soltura, una y otra vez, la pala para coger carbón y echarlo al fuego de la caldera, sus rostros se teñían del más absoluto negro. Solamente sus ojos resaltaban en sus caras. Y una consecuencia del uso del carbón, era ese humo negro que expulsaba de continuo la chimenea del tren, mezclado con el grisáceo o blancuzco del vapor de agua. Su velocidad empujaba esa humareda hacia atrás, rebotando en los vagones, arrastrándose sobre las ventanillas, para huir a lo lejos detrás del tren, alejándose en el horizonte. Al abrir las ventanillas de los vagones, bien para refrescarse algo, tratar de respirar un aire más puro o simplemente para ver el paisaje, aquella columna de humo chocaba con el rostro del osado viajero y llenaba su rostro y sus ojos de la maldita y temida carbonilla. Después venía el picor y escozor de los ojos y la consiguiente irritación de estos. Algo típico de los viajes en tren de ese tiempo.
Aparte de esto, los vagones eran en su mayoría
de madera. Los había de 1ª, 2ª y 3ª clase. En los trenes más lujosos,
nocturnos, de viajes a Madrid existía el coche cama y el restaurante. Los
vagones de 3ª clase no solían tener divisiones internas en departamentos. Los
bancos con respaldo, enfrentados por parejas, llenaban el vagón, con un
estrecho pasillo central. Los de 2ª y 1ª clase estaban divididos en departamento
cerrados, con pasillo lateral corrido. En esa época, los asientos en esos
departamentos, más confortables que los de 3ª, se limitaban a ocho. Cuatro a
cada lado, frente a frente, con un altillo para colocar los equipajes. Todos
esos viajes de las capitales de la periferia española a Madrid y viceversa eran
largos y duraderos. Unos salían al atardecer para llegar a su destino en las
primeras horas de la mañana. Eran los exprés. Otros, los denominados correos,
viajaban a lo largo de todo el día. Pero siempre, a la poca velocidad
desarrollada por aquellas locomotoras de carbón, se unía la vetustez de las
vías e instalaciones ferroviarias y sus escasas posibilidades para ir a más
velocidad. Y además, esos trenes paraban en muchas de las estaciones. Prácticamente
se detenían y arrancaban cada poco tiempo, con el fin de recoger y dejar
viajeros, mercancías e incluso el correo, por doquier.
Así, era corriente que los viajeros fuesen
bajando, momentáneamente, en diversas y conocidas estaciones para estirar las
piernas o tomarse un café en la cantina. Éstas siempre estaban abarrotadas de
un público bullicioso y chillón, en continuo movimiento de personas,
maletas y baúles. Eran una buena muestra de éstas las de Venta de Baños, Miranda de Ebro, Medina del Campo y Astorga, por citar algunos de los nudos ferroviarios más populares en esos años. Los andenes, plagados
de maleteros que rondaban continuamente los trenes, con sus carretillas de
mano, ejerciendo su profesión de aliviar la carga de sus equipajes a los viajeros. Igualmente, y ante lo largo de su
viaje, muchos pasajeros solían llevar la cena o la comida, según los casos. Por
lo general, se trataba de bocadillos de tortilla, chorizo, mortadela, queso o
similares, siempre acompañados de vino o gaseosa. Pero había, también, quien a
poco de salir el tren de la estación de partida sacaba su cesta con su olla,
fiambrera o cualquier otro recipiente y, tras el educado si gustan, procedía a aligerar el viaje y hacerlo más grato
liquidándose lentamente todas sus vituallas. El olor de la comida, en esos
casos, inundaba el departamento entre una mezcla de envidia y fastidio en los
restantes compañeros de viaje.
El hastío de tantas horas de traqueteo y
movimiento continuo, humo y carbonilla, pitidos de la locomotora, frenazos y
paradas interminables en las estaciones intermedias, propiciaba dos actitudes
diferentes: el hablar incesantemente o el meterse en si mismos y tratar de
combatir el tedio y el cansancio dormitando. Las horas de la noche,
interminables y extensas, iban transcurriendo con pasmosa lentitud mientras
algunos pasajeros hablaban sin cesar en los pasillos y otros cabeceaban
aburridos y cansados en sus asientos. Y como siempre hay un final, el tren
llegaba a su destino al cabo de muchas horas y, además, con suma frecuencia
retrasado sobre el horario previsto.
El tranvía era otra cosa. Otro mundo podríamos
decir. Solamente existía en las grandes capitales y en algunas de provincias.
Los primeros tranvías en los que monté fueron los de Valencia. Concretamente la
línea que iba de la antiguamente denominada Plaza del Caudillo hasta Torrente.
Con mis padres iba hasta el barrio de Xirivella y viceversa. Más tarde, conocí
los de Alicante y Madrid. Los más pintorescos y divertidos eran los
alicantinos. Pequeños, pintados de amarillo, con sus letreros de anuncios de
coñac Fundador, vino Tío Pepe y otros, solían estar formados
por varias unidades según las líneas que cubrían. Me entretenía viendo al
conductor manejando aquella especie de molinillo de café y pisando el pedal que
activaba el potente y característico timbre para que la gente se apartase de la
vía. Los vagones se iban bamboleando de uno a otro lado continuamente, en una
especie de baile alegre y cantarín. Las ventanillas casi siempre levantadas y
abiertas para ventilar o ahuyentar el calor. Los asientos llenos y una multitud
de gente de pie, a lo largo del pasillo, agarrada adonde podía. Los pasajeros
se levantaban y, cogiendo el cable que se extendía a lo largo del techo del
vagón, tiraban de él activando la campanilla que avisaba al conductor de que
alguien quería bajarse en la siguiente parada. Subir y bajar a aquellos
tranvías abarrotados era una odisea. En especial en las horas punta de la
jornada. Los de Madrid, eran de mejor porte y más grandes, pintados de azul.
Con su marcha cansina permitían que la gente cruzara por delante continuamente.
Los cobradores de los tranvías se movían de
delante a atrás del vagón correspondiente para cobrar el trayecto a los
viajeros. No se pagaba al subir sino en marcha. Esta operación se complicaba,
extraordinariamente, cuando esos vagones iban abarrotados. Apenas podía avanzar
por los pasillos, a empujones y apreturas. Bastantes pasajeros iban en las
puertas y en los estribos. Otros literalmente colgados de una manilla, de una
ventanilla o de donde podían. Algunos
iban en el exterior de la parte trasera agarrados a cualquier saliente del tranvía. Era una estampa digna de ver, cuando
en esas ocasiones el cobrador intentaba, desde la puerta, sacando la cabeza,
cobrar a aquellos que viajaban colgados por allí afuera. Esto solía producirse
por la conjunción de la imposibilidad de entrar al interior del vagón, con la
imperiosa necesidad de hacer ese trayecto para ir a trabajar. Pero, en
ocasiones, se trataba de un viejo y conocido truco. Si uno viajaba colgado al
exterior en la puerta o en la parte posterior no le daría tiempo al cobrador,
ni le resultaría sencillo recoger el importe del trayecto, siempre que el
caradura correspondiente se bajase en la siguiente estación. Así subiendo y
bajando de tranvía en tranvía podría llegar a hacer su viaje sin pagar. Como
siempre, había gente para todo. El tranvía, con su lento desplazamiento y el
bullicio que lo envolvía, era siempre ocasión de meterse de lleno en la vida
ciudadana, en el meollo de la urbe.
Y otra cosa eran
los tranvías que iban a las playas. Estos iban repletos de una abigarrada
multitud de gentes ansiosas de llegar a la arena y lanzarse al agua. Bajo el
sol implacable del Mediterráneo, íbamos a la playa del Postiguet o de San Juan,
en Alicante. En esas ocasiones, la gente cargaba con sus cestas de playa,
pelotas de goma, flotadores, sombrillas y demás elementos para la arena y el
mar. Una delicia, sin duda, entre el calor ambiental y las apreturas sin límite
de esos viajes. Luego, al zambullirnos en el agua se olvidaban todas las molestias y el sofoco pasado, incrustado entre aquella multitud viajera..
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