viernes, 4 de octubre de 2013

CAPÍTULO 10
TRENES Y TRANVÍAS

No se pueden conocer bien los años cuarenta a setenta del pasado siglo sin hacer un recorrido, aunque sea somero, sobre los medios de transporte. Y de entre ellos, dejando a un lado el metro, existente solamente en las grandes capitales como Madrid o Barcelona, o el avión tan sólo utilizado por una minoría de españoles en esas primeras décadas, vamos a ocuparnos de los dos más populares entonces en España: el tren y el tranvía.

El tren era el más utilizado para el transporte y desplazamiento de la población. Hasta los años sesenta fueron pocos los compatriotas que dispusieron de un coche propio. Pocos vehículos a motor se veían, en esos años,  por las  carreteras hispanas. Algunas motocicletas y unos escasos vehículos ligeros acompañaban a las camionetas y autobuses de las líneas de transporte de viajeros, o de los llamados de ferias y mercados. La mayor parte de los españoles, cuando tenían que hacer viajes a otros lugares, utilizaban el tren. La red radial, centrada toda ella en Madrid, que se había completado en los tiempos del general Primo de Rivera en su etapa de Jefe del Gobierno, extendían sus vías de la periferia hacia el centro de la Península. Este modelo de red ferroviaria apenas ha cambiado en su estructura con el paso de los años. Pero lo que sí ha cambiado ostensiblemente fueron esos propios trenes y los combustibles utilizados.





Los trenes de esas dos décadas se movían totalmente con calderas de vapor y carbón. La locomotora iba provista de un anexo o depósito de ese mineral que era de donde se abastecían, a lo largo de su viaje, las calderas. La imagen de aquellos esforzados empleados, en camiseta de manga corta o de camisas azules, totalmente ennegrecidas por el manejo del carbón, es inolvidable. Mientras sus manos manejaban con soltura, una y otra vez, la pala para coger carbón y echarlo al fuego de la caldera, sus rostros se teñían del más absoluto negro. Solamente sus ojos resaltaban en sus caras. Y una consecuencia del uso del carbón, era ese humo negro que expulsaba de continuo la chimenea del tren, mezclado con el grisáceo o blancuzco del vapor de agua. Su velocidad empujaba esa humareda hacia atrás, rebotando en los vagones, arrastrándose sobre las ventanillas, para huir a lo lejos detrás del tren, alejándose en el horizonte. Al abrir las ventanillas de los vagones, bien para refrescarse algo, tratar de respirar un aire más puro o simplemente para ver el paisaje, aquella columna de humo chocaba con el rostro del osado viajero y llenaba su rostro y sus ojos de la maldita y temida carbonilla. Después venía el picor y escozor de los ojos y la consiguiente irritación de estos. Algo típico de los viajes en tren de ese tiempo.

Aparte de esto, los vagones eran en su mayoría de madera. Los había de 1ª, 2ª y 3ª clase. En los trenes más lujosos, nocturnos, de viajes a Madrid existía el coche cama y el restaurante. Los vagones de 3ª clase no solían tener divisiones internas en departamentos. Los bancos con respaldo, enfrentados por parejas, llenaban el vagón, con un estrecho pasillo central. Los de 2ª y 1ª clase estaban divididos en departamento cerrados, con pasillo lateral corrido. En esa época, los asientos en esos departamentos, más confortables que los de 3ª, se limitaban a ocho. Cuatro a cada lado, frente a frente, con un altillo para colocar los equipajes. Todos esos viajes de las capitales de la periferia española a Madrid y viceversa eran largos y duraderos. Unos salían al atardecer para llegar a su destino en las primeras horas de la mañana. Eran los exprés. Otros, los denominados correos, viajaban a lo largo de todo el día. Pero siempre, a la poca velocidad desarrollada por aquellas locomotoras de carbón, se unía la vetustez de las vías e instalaciones ferroviarias y sus escasas posibilidades para ir a más velocidad. Y además, esos trenes paraban en muchas de las estaciones. Prácticamente se detenían y arrancaban cada poco tiempo, con el fin de recoger y dejar viajeros, mercancías e incluso el correo, por doquier.

Así, era corriente que los viajeros fuesen bajando, momentáneamente, en diversas y conocidas estaciones para estirar las piernas o tomarse un café en la cantina. Éstas siempre estaban abarrotadas de un público bullicioso y chillón, en continuo movimiento de personas, maletas  y baúles. Eran una buena muestra de éstas las de Venta de Baños, Miranda de Ebro, Medina del Campo y Astorga, por citar algunos de los nudos ferroviarios más populares en esos años. Los andenes, plagados de maleteros que rondaban continuamente los trenes, con sus carretillas de mano, ejerciendo su profesión de aliviar la carga de sus equipajes a los viajeros. Igualmente, y ante lo largo de su viaje, muchos pasajeros solían llevar la cena o la comida, según los casos. Por lo general, se trataba de bocadillos de tortilla, chorizo, mortadela, queso o similares, siempre acompañados de vino o gaseosa. Pero había, también, quien a poco de salir el tren de la estación de partida sacaba su cesta con su olla, fiambrera o cualquier otro recipiente y, tras el educado si gustan, procedía a aligerar el viaje y hacerlo más grato liquidándose lentamente todas sus vituallas. El olor de la comida, en esos casos, inundaba el departamento entre una mezcla de envidia y fastidio en los restantes compañeros de viaje.

El hastío de tantas horas de traqueteo y movimiento continuo, humo y carbonilla, pitidos de la locomotora, frenazos y paradas interminables en las estaciones intermedias, propiciaba dos actitudes diferentes: el hablar incesantemente o el meterse en si mismos y tratar de combatir el tedio y el cansancio dormitando. Las horas de la noche, interminables y extensas, iban transcurriendo con pasmosa lentitud mientras algunos pasajeros hablaban sin cesar en los pasillos y otros cabeceaban aburridos y cansados en sus asientos. Y como siempre hay un final, el tren llegaba a su destino al cabo de muchas horas y, además, con suma frecuencia retrasado sobre el horario previsto.

El tranvía era otra cosa. Otro mundo podríamos decir. Solamente existía en las grandes capitales y en algunas de provincias. Los primeros tranvías en los que monté fueron los de Valencia. Concretamente la línea que iba de la antiguamente denominada Plaza del Caudillo hasta Torrente. Con mis padres iba hasta el barrio de Xirivella y viceversa. Más tarde, conocí los de Alicante y Madrid. Los más pintorescos y divertidos eran los alicantinos. Pequeños, pintados de amarillo, con sus letreros de anuncios de coñac Fundador, vino Tío Pepe y otros, solían estar formados por varias unidades según las líneas que cubrían. Me entretenía viendo al conductor manejando aquella especie de molinillo de café y pisando el pedal que activaba el potente y característico timbre para que la gente se apartase de la vía. Los vagones se iban bamboleando de uno a otro lado continuamente, en una especie de baile alegre y cantarín. Las ventanillas casi siempre levantadas y abiertas para ventilar o ahuyentar el calor. Los asientos llenos y una multitud de gente de pie, a lo largo del pasillo, agarrada adonde podía. Los pasajeros se levantaban y, cogiendo el cable que se extendía a lo largo del techo del vagón, tiraban de él activando la campanilla que avisaba al conductor de que alguien quería bajarse en la siguiente parada. Subir y bajar a aquellos tranvías abarrotados era una odisea. En especial en las horas punta de la jornada. Los de Madrid, eran de mejor porte y más grandes, pintados de azul. Con su marcha cansina permitían que la gente cruzara por delante continuamente.

Los cobradores de los tranvías se movían de delante a atrás del vagón correspondiente para cobrar el trayecto a los viajeros. No se pagaba al subir sino en marcha. Esta operación se complicaba, extraordinariamente, cuando esos vagones iban abarrotados. Apenas podía avanzar por los pasillos, a empujones y apreturas. Bastantes pasajeros iban en las puertas y en los estribos. Otros literalmente colgados de una manilla, de una ventanilla o de  donde podían. Algunos iban en el exterior de la parte trasera agarrados a cualquier saliente del  tranvía. Era una estampa digna de ver, cuando en esas ocasiones el cobrador intentaba, desde la puerta, sacando la cabeza, cobrar a aquellos que viajaban colgados por allí afuera. Esto solía producirse por la conjunción de la imposibilidad de entrar al interior del vagón, con la imperiosa necesidad de hacer ese trayecto para ir a trabajar. Pero, en ocasiones, se trataba de un viejo y conocido truco. Si uno viajaba colgado al exterior en la puerta o en la parte posterior no le daría tiempo al cobrador, ni le resultaría sencillo recoger el importe del trayecto, siempre que el caradura correspondiente se bajase en la siguiente estación. Así subiendo y bajando de tranvía en tranvía podría llegar a hacer su viaje sin pagar. Como siempre, había gente para todo. El tranvía, con su lento desplazamiento y el bullicio que lo envolvía, era siempre ocasión de meterse de lleno en la vida ciudadana, en el meollo de la urbe.

Y otra cosa eran los tranvías que iban a las playas. Estos iban repletos de una abigarrada multitud de gentes ansiosas de llegar a la arena y lanzarse al agua. Bajo el sol implacable del Mediterráneo, íbamos a la playa del Postiguet o de San Juan, en Alicante. En esas ocasiones, la gente cargaba con sus cestas de playa, pelotas de goma, flotadores, sombrillas y demás elementos para la arena y el mar. Una delicia, sin duda, entre el calor ambiental y las apreturas sin límite de esos viajes. Luego, al zambullirnos en el agua se olvidaban todas las molestias y el sofoco pasado, incrustado entre aquella multitud viajera..

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