viernes, 4 de octubre de 2013

CAPÍTULO 22
LAS FIESTAS POPULARES

España no se puede entender sin sus fiestas, sin el piélago de fiestas que cubren su territorio en los meses de verano. No hay ciudad, pueblo, villa y aldea que no tenga la suya No hay rincón, por pequeño que sea, que no celebre su patrón o su patrona. Es preciso haber vivido, en especial de niño, el ambiente de un día de fiesta patronal en algún lugar de España para entenderlo. Hay que llevar en el alma el sentimiento que se vive en esos días o escuchar los ecos de aquellas fiestas vividas.

Ciñéndonos al pueblo en que pasé parte de mis años infantiles y de juventud, sucede lo mismo. Quizás era más notorio el ambiente festivo, al que nos referimos, que ahora, en los primeros pasos del siglo XXI. Las fiestas siguen existiendo, pero languidecen. Están ya carcomidas por el mal de la globalización y lo mismo en todas partes como efecto derivado de los potentes medios de comunicación actuales. En ellos, todos vemos lo mismo a diario y copiamos, actuamos del mismo modo. Y las fiestas pierden su personalidad, la que les era inherente.

Las fiestas se concentraban, en su mayoría, en los meses de Junio a Setiembre. Se buscaba, sin duda, desde tiempos ancestrales los meses de mejor climatología. Por lo demás, en la secuencia temporal de fiestas no ha habido cambios. Las fechas siguen siendo las mismas.

¿Cómo eran las festividades en esos años? ¿Cómo se vivían? ¿Qué sentimientos generaban? En principio, ciñéndonos a las fiestas patronales que eran las más importantes  en las diferentes localidades españolas, se esperaban con cierta ansiedad y expectación. Las fiestas duraban varios días. En esto influía la ubicación, dentro de su semana, del día de la patrona. Lo normal eran tres o cuatro días. En alguna ocasión se superaba esta cifra de días. Según el calendario, el día de la patrona podía ser el último de las fiestas o estar intercalado. Eso importaba poco. La realidad es que todos los días tenían su propio contenido. En el mundo adulto, el de nuestros padres que tenían que trabajar, solamente se podía disfrutar de las tardes y noches, excepto el día de la patrona que, lógicamente era fiesta laborable. Los jóvenes, en el largo periodo estival de las vacaciones, podíamos vivir la fiesta las veinticuatro horas de cada uno de esos días.

Solían comenzar, ¡cómo no!, con cohetes y bombas de palenque. Y con frecuencia con música de pasacalles. Especialmente el día de la patrona en el que desde las diez de la mañana, más o menos, todo el pueblo se despertaba a ritmo de un pasodoble español. Y más bombas de palenque. El que más o el que menos, acudía a su ventana y miraba al cielo para ver qué tiempo hacía, para conocer si llovía o teníamos un día de sol. El cielo azul y la claridad nos decían que, además de la fiesta, el día era bueno. Las nubes o la lluvia indicaban que corrían riesgo los bailes y las verbenas.

Se sentía una rara sensación interior, mezcla de alegría y de solemnidad. Por eso, en los años cincuenta, el día de la patrona, la gente se vestía así... ¡de fiesta!, es decir de ropa de domingo. No faltaba el traje y la corbata, ni el vestido elegante en las mujeres. Incluso, se estrenaban bastantes prendas en ese día. Y se lucían en las calles del paseo. Posteriormente, el cambio en el mundo juvenil de los sesenta, importado por quienes venían de Madrid y otras capitales, derivó en pasar en esos días, como en el resto del verano, a una indumentaria deportiva e informal.

Si bien los festejos incluían muchos números distintos, es evidente que el nivel y el listón de las fiestas lo marcaban las orquestas y grupos musicales que venían cada año. Y junto a ellos, las bandas más o menos habituales. También eran fechas en las que muchos parientes de las familias locales, que vivían en otros lugares, incluidos emigrantes en Alemania, Inglaterra o Suiza, solían llegar a sus casas para participar en las comidas y encuentros gastronómicos de esos días. 

Actuaban por todas partes, en aquellos años, las mejores orquestas y grupos de la época y de la zona. En los cincuenta, solamente orquestas. Los grupos no existían. Fue con el boom musical de los sesenta cuando irrumpieron en España infinidad de grupos o conjuntos que llevaron por doquier otra música. La de los jóvenes ya comentada en otro capítulo de este libro. Los grupos contaban con menos músicos o integrantes que las orquestas y, en consecuencia, arrastraban menos problemas logísticos. Un par de guitarras eléctricas, un bajo o contrabajo, una batería y poco más. El resto lo ponían sus canciones que calaban en un público juvenil que ya las conocía y las oía casi a diario en sus transistores o tocadiscos.

En los años sesenta, fueron en aumento esos conjuntos que, a imitación del panorama musical nacional, surgían por todas partes. El ejemplo de los Beatles, los Rolling Stone, o los nacionales Brincos, Bravos y similares, caló hondo y ya no se podía concebir una fiesta sin grupos que cantaran las canciones de estos. No obstante, todos los veranos surgían algunas canciones simples y pegadizas, que se convertían a través de la geografía de los pueblos en canciones del verano. No eran ni con mucho las mejores, pero el gran público las acogía y se pegaba a ellas. Sonaban por todas partes. No puedo resistir el traer aquí el recuerdo, por insólito, del éxito de aquella que repetía en estribillo machacón: “... Cherie te quiero, cherie yo te adoro, como la salsa del pomodoro...”, o la canción de Popotitos o aquella otra que hablaba de Mallorca y un puente que se podría tender, para ir en coche, tren o bicicleta a las Islas.

Todas estas canciones, entre las que sonaban todos los veranos las cuñas veraniegas de Georgie Dans, se cantaban, jaleaban y bailaban en todas las fiestas de verano. Pero convivían con aquellas otras, más serias y de más calidad, de los cantantes y grupos mencionados en otras páginas de este libro y que formaban el acervo musical de toda la juventud de esos años.

Las actuaciones musicales se dividían, como siempre se hace en las fiestas de este tipo, en dos partes bien diferenciadas. De un lado, la fiesta de la tarde y de otro la nocturna o verbena. Normalmente la fiesta de la tarde solía durar desde las siete, más o menos, hasta las diez de la noche, con sus descansos incorporados. La verbena de la noche, tras la interrupción para cenar, se extendía desde las once hasta las dos o tres de la mañana. Pero estos horarios podían variar de acuerdo con el número de orquestas o conjuntos incluidos en el programa y de sus contratos con las comisiones organizadoras de los festejos.

En ocasiones, era frecuente que cada día simultanearan dos orquestas en cada sesión. Mientras una tocaba, la otra descansaba. Con este sistema, el gentío asistente a las actuaciones de la fiesta se trasladaba, en su momento, de uno al otro lado. Las terrazas de los bares y cafés, repletas de gente, permitía alternar el baile o su contemplación desde el amplio círculo de mirones externos, con tomar algo en el bar. Cerveza, coca-cola, refrescos de naranja o limón y el rey de la fiesta, el cuba libre, eran las bebidas habituales, juntamente con el café de muchos. Y en medio de ambas zonas, multitud de casetas de tómbolas, tiro con escopetas de balines, juegos de azar o habilidad y pequeños barecillos o expendedores de golosinas. No faltaba nunca una gran tómbola, con su misterioso y enorme cajón del premio sorpresa, suspendido con cuerdas en lo alto y con su megafonía ya entonces pasada de decibelios.

Resulta curioso recordar aquí como eran estas sesiones de bailes populares, los de fiestas y verbenas por toda la geografía hispana. En casi todas partes, la cuestión se organizaba, más o menos, así. Tan pronto una orquesta se ponía a tocar su repertorio, fuese por la tarde o por la noche, una serie de parejas se lanzaba a bailar junto al palco de la música. Matrimonios de mayores o jóvenes, parejas de novios o de amigos, grupos de niños y de niñas danzaban lenta o frenéticamente según se tratase de una u otra pieza. El grupo de bailarines era rodeado, en la proximidad, por los mirones, toda clase de gente que por una u otra causa permanecía observando el espectáculo. Más allá, en las terrazas, según la ubicación puntual de la sesión musical en el programa festivo previsto por los organizadores, las mesas permanecían atiborradas de vecinos de la localidad, veraneantes y visitantes de todos los pueblos del entorno.

Muchas chicas solían ponerse a bailar, siguiendo una inveterada costumbre, por parejas, unas con otras. Los jóvenes, para bailar con ellas, debían de decidirse a acercarse a ellas. Pero esto requería llevar un compañero para la aventura.  Encontrado el amigo o compañero, había que ponerse de acuerdo de a quien sacar a bailar. Y con frecuencia, había intereses contrapuestos o, sencillamente, a uno no le atraía o no le gustaba la compañera de aquella que el amigo pretendía sacar a bailar.

Tras esto, se introducían entre la selva de danzantes, en busca de aquellas chicas pretendidas para el baile. Había que cruzar entre la maraña de danzantes, apartando suavemente, cuando no empujando, a los del círculo de mirones y a los que bailaban. Había que resistir apreturas de todo tipo, soportar pisotones por el camino, aguantar las insolencias, cuando no amenazas, de algún fornido mozo que bailaba con su novia... ¡una odisea!  Así, hasta que se llegaba hasta las chicas, siempre que otro par de rivales no llegase antes al mismo objetivo. Una vez allí, y si no se había perdido por el camino el compañero, había que cumplir el formulismo establecido. Nada de frases y parrafadas. Se preguntaba ¿bailáis? o, a lo sumo, ¿queréis bailar?

Tras la solicitud de los chicos, ellas debían de ponerse de acuerdo sobre qué contestar, cosa que debía de suceder por telepatía, pues los chicos no se enteraban de cómo lo hacían. Otra dificultad añadida era ¿quién bailaba con quien? ¿Cómo se formarían las dos parejas? Las chicas decidían y los jóvenes se encontraban, de pronto, bailando si ellas les habían dado el sí. Pero si se encontraban, de bruces, con un ¡no! había que regresar al punto de partida con nuevos empujones, pisotones, apreturas, frases disonantes. Salvo que, rápidamente, se tomase la decisión de repetir la jugada con otras dos chicas de las proximidades, con todos los riesgos inherentes a ésta súbita decisión, generalmente abocada al fracaso con un nuevo ¡no!, con el desdén e ironía de las féminas que habían visto la operación anterior.

Una vez que se lograba bailar con alguna de aquellas jóvenes, a veces se acababa la pieza de inmediato, tras haber tardado tanto en llegar hasta ellas. Y vuelta a empezar. Pero los chicos, con frecuencia, entablaban una fulgurante amistad con aquella chica, lo que les permitía bailar varias piezas o continuar ya, con pareja, toda la tarde o noche de baile. Lo que pasase entonces con el amigo o compañero ya no  importaba. Y entre ellas sucedía lo mismo. Por cierto que estas cosas, en ocasiones, traían consigo rupturas de amistades y enfados.

El baile seguía, la música lo invadía todo. Surgían así conocimientos nuevos, amistades efímeras o permanentes durante días, semanas o todo el verano. Y se fraguaban algunos noviazgos. En ocasiones, un conocimiento por esta vía se prolongaba a lo largo del verano con paseos y sesiones de playa incluidas.

Sin embargo, como hemos dicho antes, a lo largo de los sesenta se fue produciendo una amplia evolución en estas costumbres. De un lado, los jóvenes veraneantes que siempre habían actuado con menos formalismos y entusiasmos festivaleros, se fueron alejando por completo de estos bailes. Se acudía juntos, en grupo o en pandilla a pasar un rato y ver el ambiente. Se acabó aquello de las excursiones de exploración y búsqueda de pareja para bailar.  Quienes se conocían en el grupo o pandilla bailaban con alguien de su mismo grupo o pandilla. Los grupos se fueron haciendo más cerrados. Y además, algunas de estas pandillas pasaron a organizar su propio baile, conocido como guateque en el chalet o la casa de alguno del grupo.

Era frecuente, ya que constituía una atracción habitual, que una banda de música se incluyese en el programa. Su misión era entonces animar las calles durante los días de fiesta, interpretando los más conocidos pasacalles. Solían ser pasodobles o marchas del amplio repertorio en el  género. El escaso tráfico de la época se detenía, contemplando el espectáculo y sacando alguna que otra fotografía. Una caterva de chiquillos corría a ambos lados de la banda. Y también algún que otro forofo, entrado en años, acompañado de sus nietos. La banda daba el colorido y la alegría a las mañanas de fiesta. De cuando en cuando, subían hacia el cielo cohetes, estallando y retumbando en todos los rincones del lugar. Y para variar, las potentes bombas de palenque que dejaban en los aires el mensaje de estamos en fiestas.

La banda, solía terminar sus pasacalles de mañana con lo que se denominaba sesión vermouth. Se instalaban en el Palco de la Música y ofrecían un concierto. En él, aparte de los pasodobles citados, daban algo más de rienda a sus posibilidades  y deleitaban a los asistentes con música de películas y melodías de siempre. Tras los aplausos, el personal acudía en tromba a tomarse un vermouth o una cerveza en bares y cafeterías. O daban un par de paseos, arriba y abajo, por las calles, saludando una vez más, a sus amigos, parientes o conocidos.

Se desarrollaban, también, actuaciones para los niños. Se montaban las clásicas carreras de sacos y de cintas. Éstas eran en bicicleta y se trataba de coger, con habilidad suficiente al pasar, alguna de las cintas que colgaban de un alambre, enganchando la anilla que tenían, siendo el ganador aquel ciclista que logrará coger el mayor número de cintas. También, teatro de marionetas o juegos populares cómo aquel de colocar a varios participantes, con los ojos vendados, ante una serie de ollas o cacharros de barro, en cuyo interior podía haber premios o estar llenos de harina o de agua. Se trataba de romper con un palo, a ciegas, dichos recipientes. La gente, expectante, reía la ridícula situación de algunos dando palos al aire o la habilidad de otros para obtener un  premio o un baño de harina. Las cucañas suponían otro buen entretenimiento para todas las edades.

Cerca, solían colocarse los coches de choque, quizás la atracción más querida y deseada por niños y adolescentes. Algo más arriba, los caballitos y tiovivos en sus diversas variantes. Desde las barcas, hasta las cadenas en continuo movimiento perimetral, pasando por  los majestuosos caballos que subían y bajaban, entre una nube de chiquillos montados en trenecillos, tranvías, autobuses, coches de bomberos y algún que otro avión.

No podemos dejar de citar, en medio de todo este espectáculo multicolor y multisonido, a los Gigantes y Cabezudos. Sería un serio olvido y una injusticia para aquellos que, metidos dentro de los ropajes o la cabezota de aquellos personajes, hicieron felices a niños de muchas generaciones. Personajes de los tebeos y los cuentos infantiles de la época revivían en aquellas criaturas incansables en su correr detrás de niños y mayores, asustando o divirtiéndolos alternativamente, entre los que nunca faltaba Popeye.

Por las noches, el rugido imponente de las tracas y el colorido fantasmagórico y majestuoso de los fuegos artificiales que se tiraban en el meollo de la fiesta. Las clásicas palmeras  multicolores solían dar paso a la traca o viceversa. Una nube de humo, olor a pólvora y las varillas de los cohetes cayendo por doquier, perseguidas por la chiquillería que trataba de apoderarse de ellas, eran el final de los momentos vividos. Y seguía la fiesta. Los mayores se iban retirando, más o menos cansados, mientras los jóvenes estirando los permisos paternos, aguantábamos a pie firme hasta el final. Al día siguiente, la playa era testigo de muchas resacas de la fiesta.

Y al final de las fiestas patronales caía el telón. Las orquestas guardaban sus instrumentos y se iban. Se desmontaban los palcos. Las barracas y casetas de feria se recogían y marchaban al amanecer en busca de otro lugar para sus negocios. Y los forasteros regresaban a sus lugares de procedencia. La ciudad o el pueblo se quedaba sólo con sus habituales. Los estudiantes daban sus últimos paseos, tristes por lo que se había ido y por lo que venía. Los veraneantes ya estaban en Madrid, Barcelona, Sevilla Oviedo, La Coruña o cualquier rincón de España o del extranjero. Venía la rutina del invierno...

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