TERCERA PARTE
OFICIOS Y
PROFESIONES ANTIGUOS
NOTA ACLARATORIA
En esta sección queremos enumerar una serie de
oficios y profesiones, la mayoría de amplia difusión en el pasado, y que
conocimos en nuestros años de infancia y juventud. Casi todas ellas han
desaparecido ya o se han transformado profundamente. Daban empleo a un sector
de la población y prestaban servicios necesarios entonces, normalmente a
precios reducidos y asequibles a casi toda la población, cuando no lo hacían
por la voluntad o una propina.
No están todos, por lo que faltarán algunos
tan habituales como los citados. Pero ello se debe a que se han resumido aquí
aquellos que vienen ahora a la memoria del autor y que conoció en aquellos
años. Por tanto, solamente al olvido o al desconocimiento se deberán las
lagunas o ausencias de algunos de los no incluidos. Por otra parte, este breve
resumen de oficios y profesiones desaparecidos, es un pequeño homenaje del
autor a todos aquellos que los ejercieron.
ACOMODADOR
Personaje que había en todos los cines y
teatros, cuyo trabajo consistía en acompañar y sentar a quienes entraban a ver
la película. Generalmente amables y siempre con su linterna en la mano. Su imagen nos ha quedado grabada, en
especial, al dirigir a sus localidades a aquellos que entraban con la sesión de
cine iniciada y las luces ya apagadas. También hacían otras funciones en esos
locales, tales como abrir y cerrar las puertas, controlar la iluminación de la
sala, vigilancia y mantenimiento del silencio y del orden. Podían llegar, en
casos extremos, a expulsar a un espectador de la sala. En los cines de cierto
nivel solían ir de uniforme. Los espectadores, en bastantes ocasiones, les
daban una propina por su ayuda para
encontrar su localidad y acceder a ella.
AFILADOR
Dedicados al afilado de cuchillos, tijeras y
otros objetos cortantes. Normalmente llevaban una pequeña piedra de afilado,
montada sobre su bicicleta o motocicleta, que hacían girar con pedales, con el
motor o manualmente. Muchos de ellos,
adaptaron la parte posterior de la bicicleta o motocicleta para llevar la
piedra esmeril utilizada para el
afilado. Atraían la atención de los vecinos de las calles por las que pasaban,
haciendo sonar fuertemente una especie de flauta con una musiquilla o sonidos
muy particulares, que los identificaba de inmediato. Muchos de ellos eran
oriundos de Ourense y se esparcieron por toda España. Bastantes eran
itinerantes y recorrían amplias zonas del país, ofreciendo sus servicios de
afilado. Una variante de estos eran los que añadían, también, el arreglo de
ollas, cazuelas, cazos, sartenes y similares. Lo hacían mediante soldadura con
estaño, ayudándose de un soldador manual previamente calentado.
AGÜERO O AGUADOR
Se dedicaban a ofrecer, a cambio de un módico precio, agua a los viandantes. Se
veían en su mayor parte en las provincias del Sur de España, en las que hacía
calor y escaseaban las fuentes públicas. Los vi con asiduidad en Melilla
durante el tiempo en que viví allí. Solían ir caminando con un par de botijos a
cuestas, por las calles céntricas y por los parques. Cuando encontraban un
cliente, detenían su marcha, ofrecían un botijo y permitían un largo trago de
agua. Cobraban unas monedas y seguían su marcha. Para transportar el agua,
otras veces, utilizaban un asno o borriquillo cargado con varios cántaros de
barro con el agua. Los vecinos de lugares que no disponían de agua en sus
casas, acudían a comprar a estos aguadores su valiosa mercancía.
BARBERO
Antiguamente se denominaba así al actual
peluquero. Su nombre de barbero procedía de su dedicación original, fundamentalmente,
de afeitado de sus clientes, mediante enjabonado con brocha y rasurado con
navaja. Este oficio era sumamente antiguo, ya citado en multitud de obras de la
literatura española, aunque considerados en esos siglos como profesionales de
mayor nivel que el de simples barberos. Solían afilar la navaja con suma
frecuencia durante su trabajo, con ayuda
de una banda de cuero duro sobre la que frotaban reiteradamente aquella. En los
años de infancia y juventud de mi generación, cortaban el pelo a los hombres de
todas las edades. Utilizaban una técnica que incluía el rasurado con maquinilla
y corte con tijeras y uso de la navaja para arreglar el cuello y las patillas.
En las barberías solían formarse animados coloquios y tertulias con quienes
esperaban su turno para sentarse en las butacas giratorias. En los pueblos,
entraban a discutir y comentar cosas en las barberías personas que no iban a
usar los servicios del barbero en ese momento, sino que simplemente pasaban por
allí. Eran un nido y vivero de rumores, chascarrillos y novedades.
BARQUERO
El barquero era aquella persona que,
disponiendo de una barca de cualquier tamaño, se dedicaba a pasar gente de una
orilla a otra de un río. También podía hacer sus servicios para cruzar, en
puertos o lugares con mar, a sus clientes de tierra a un barco o a una playa
próxima, o de unos pueblos a otros. Éste último era el caso del pueblo de
Ribadeo, en que viví de niño, en el que los barqueros llevaban gente, en un
verdadero servicio regular, de ese pueblo a los asturianos de Figueras y
Castropol. En La Coruña, se dedicaban a llevar a los pasajeros que debían de
coger su barco para América, desde tierra al buque anclado en la bahía. También
los vi y utilicé sus servicios en los años sesenta para ir hasta la playa de
Santa Cristina. En el río Miño, al igual
que en otros muchos ríos de nuestro país, cruzaban personas con sus equipajes y
ganado de una orilla a la otra. Solían ser gente muy marinera, conocedora del
medio acuático o marino en que se movían, así como de la climatología del
lugar. Igualmente, muchos eran buenos conversadores a lo largo de la travesía.
BARQUILLERO
Aunque ya tratamos en otro lugar de este libro
de esta figura del vendedor de barquillos, baste con decir aquí que esa era su
tarea. Salían a la calle, con su recipiente cilíndrico a cuestas, generalmente pintado de rojo, anunciando a
viva voz su presencia y el producto a la venta: unos dulces y agradables
barquillos de vainilla. Eran verdaderos ídolos de la chiquillería que se
arremolinaba a su alrededor en calles, plazas y parques, al detectar su
presencia. Lo que les daba, además, un toque de interés era el sorteo que
hacían, haciendo girar una especie de ruleta que llevaba en la parte superior
de su recipiente, en cada compra. De ahí salía establecido el número de
barquillos que correspondían en cada compra.
CARABINERO
Existía un cuerpo denominado Carabineros de
España y que tenían asignada la misión de vigilar fronteras, costas y puertos.
Se trataba de luchar contra el contrabando. En los años cuarenta estaba
integrado en la Guardia Civil. Esta incorporación se produjo, entre otras
razones, por el pasado de este cuerpo alineado durante la Guerra Civil española
con el bando republicano, teniendo una intervención muy activa en contra del
ejército de Franco. Muchos de sus miembros habían formado parte de las Milicias
Populares. En las décadas cuarenta a sesenta, vi y conocí carabineros en el muelle
de Ribadeo y, en Alicante, donde mi abuelo había sido también miembro de ese
cuerpo.
CARBONERO
Hasta finales de los cincuenta, más o menos,
el carbón fue la principal fuente de energía utilizada en las casas, para las
cocinas y braseros. También, durante un tiempo, para las planchas de ropa. Por
esta razón, en todas partes existían unos locales, situados en bajos de
edificios, que eran almacenes y puntos de venta de carbón. Solían ser pequeños,
repletos de este mineral casi hasta la puerta de entrada. Allí, con ayuda de
una pala, se llenaban los recipientes que los compradores de este mineral
traían. Solían ser cubos y capazos que, una vez llenos de carbón, debían
transportarse hasta las viviendas. Cuando llegaba un camión para suministrar
este material al carbonero, se descargaba ante la puerta en un gran montón que,
después, había de meterse hasta el interior con las palas. Era una imagen típica
ver al carbonero o carboneros con un saco sobre la cabeza y espalda, para
llevar adentro en grandes capazos el carbón dejado en la puerta por el
proveedor. En otras ocasiones, los carboneros suministraban el carbón a las
viviendas, transportándolo en un carro o, más tarde, con una pequeña camioneta
en la que se llevaban los sacos a repartir.
CARTERO A PIE
Una de las imágenes más recordadas por las
gentes de mi generación es la de los carteros llevando y repartiendo la
correspondencia. Y creo que es común el reconocimiento al esfuerzo, dedicación
y buen hacer de aquellos carteros que, cargados con grandes sacas o bolsones de
cuero, hacían este trabajo. En las oficinas de Correos, entidad a la que
pertenecían laboralmente, clasificaban manualmente la correspondencia dirigida
a edificios de la zona de trabajo que tenían asignada. Después, una vez metida
ya, ordenadamente, en sus grandes y pesadas carteras de cuero, se dirigían a
pie hacia las calles en que debían hacer el reparto. En ciudades grandes, como
Madrid o Barcelona, se desplazaban en Metro y tranvías. Pero esto si la
distancia era grande. En caso contrario iban caminando. En ciudades menores y
pueblos esas distancias que recorrían podían ser grandes. Después, iban portal
a portal, llamando en las casas para las que había correspondencia. También era
característico la forma de llamar según se tratase de unos u otros pisos, dando
los golpes en con las aldabas de los portales de acuerdo con el nivel de cada
piso. También podía usar un silbato para llamar a los vecinos de cada casa. No
había buzones en las casas y la entrega se hacía en mano a cada vecino que,
alertado por los golpes o el silbato, bajaban raudamente a por la
correspondencia.
En los años sesenta se instalaron ya timbres
en muchos edificios del país, con lo que eliminaron el uso del llamador y el silbato. En las
grandes ciudades, había bastantes casas con portero. En estos casos las cartas
las entregaba a estos. Pese a todas estas carencias, propias de aquellas
décadas, el servicio de Correos funcionaba normalmente muy bien. Esto se debía
en gran medida al esfuerzo y profesionalidad del gremio de carteros. En el
mundo rural español debían de enfrentarse a muchas dificultades, por las largas
distancias y las inclemencias climatológicas a soportar.
CESTERO
Se denominaba con este nombre a aquellas
personas que se dedicaban a hacer, manualmente, cestos de mimbre. Solían
disponer de un pequeño local, abierto al público, en el que permanecían de
continuo entrelazando los mimbres para hacer cestos de diversas formas y tamaños, así como
para diferentes utilidades. El consumo de estos era elevado y la visita de las
amas de casa, bien para comprar cestos, bien para reparar alguno deteriorado,
era continua.
CERILLERAS
Como su nombre sugiere, eran mujeres que
vendían cerillas para los fumadores o para su uso doméstico. Pero podemos
restringir más el término a aquellas que, en los cines, teatros, salas de
fiesta, estadios de futbol y similares pasaban continuamente, con una especie
de bandeja de madera colgada al cuello. En ella solían llevar, aparte de las
citadas cerillas, paquetes o cartones de tabaco, librillos de papel de fumar,
caramelos y, en ocasiones, bombones, cacahuetes, pipas, flores de maíz o
similares. Se trataba de ofrecer a los espectadores del local de ocio de que se
tratase, aquello que era más solicitado en ellos por parte de los hombres o
para ofrecer a las damas que les acompañaban.
COLCHONERO
Eran profesionales de la confección de
colchones. En los años cuarenta y cincuenta, los colchones eran piezas básicas
en el mobiliario de los hogares y solían ser bastante duraderos. O al menos se
les hacía durar todo lo posible. En
aquellos años de borra, una especie de lana de baja calidad. También los había
hechos con hojas de maíz y otros productos. No existían ni los de espuma, goma,
muelles, ni todos aquellos surgidos a partir de los sesenta. Aunque existían
algunas fábricas, la labor en cada localidad de los colchoneros era importante
ya que fabricaban muchos de los colchones que se vendían, casi siempre fabricados
con tejidos a rayas blancas y rojas. También reparaban y rellenaban aquellos
que les traían para esta tarea.
COSTURERA
Siempre ha existido esta figura ligada al
textil, en su doble vertiente profesional y doméstica. Tratamos aquí de
aquellas mujeres que dominaban las tareas de la costura hasta el punto de
obtener una remuneración por su trabajo. Su formación procedía, bien de haber
aprendido con otra costurera que le había enseñado este oficio, bien mediante
la realización de algunos de los muchos cursos de corte y confección impartidos
en pequeños talleres e, incluso, por correspondencia. Era bastante habitual que
costureras expertas, montasen en sus casas un pequeño y artesanal taller de
corte y confección, en el que daban oportunidad a algunas chicas jóvenes de
aprender, trabajando allí. Y, en ocasiones, estas clases prácticas las cobraban
a módicos precios.
Las costureras solían confeccionar prendas,
normalmente para mujeres y niños. No solían hacerlo para hombres ya que esta
tarea la hacían los sastres. Otras se dedicaban a arreglos de ropa, bien por
cambios de tallaje o por paso de prendas de madres a hijas o de unas hermanas a
otras. Era muy frecuente el ir a coser a determinadas casas, periódicamente,
que las contrataban para todo lo necesario relacionado con la aguja y los
hilos. Muchas costureras se ganaban así la vida cosiendo en varias casas de su
localidad. Era, por tanto, una verdadera profesión de gran arraigo en esas
décadas, disminuyendo ya a partir de los sesenta con la expansión de la compra
de ropa, de marcas, en establecimientos comerciales.
HERRERO
Se trataba de aquellas personas que se
dedicaban a trabajar, normalmente en modestas instalaciones, el hierro y
objetos de este material. Eran expertos en el calentamiento del hierro y en la
forja del mismo. Debían disponer siempre de una forja, en la que utilizaban el
carbón y la leña, para poder calentar el hierro hasta adquirir el clásico color
rojo, anaranjado y blanco. Más frecuentes en pueblos y aldeas, pero existían
también en las capitales en los años de la posguerra. Muchas veces instalados
en porches y lugares semiabiertos al exterior para una mejor ventilación de los
gases producidos en la combustión del carbón. Después, trabajaban el hierro sobre
un yunque, para darle mediante la técnica del forjado, la forma adecuada. Eran
expertos en hacer, modificar o reparar muebles, rejas, escaleras y toda clase
de objetos fabricados en hierro. También lo eran en la especialidad de poner
herraduras en las pezuñas de los caballos.
HOMBRE ANUNCIO
Este fue uno de los oficios, si se puede
denominar así a esta actividad, que los niños de mi generación contemplábamos ya
en las películas americanas de la época. En España tuvo menos desarrollo, pero
se veían en las grandes capitales en zonas céntricas. Eran personas que
portaban grandes anuncios, colgados de sus hombros, por delante y por su
espalda, unidos por unas correas o tiras. Era un trabajo meramente
publicitario, de anuncio de productos diversos, películas de cine, noticias
periodísticas y cualquier cuestión que pudiera ser publicitada. Iban paseando
entre la gente, por las aceras más concurridas de la ciudad, dando vueltas
numerosas veces para ser bien vistos por la gente que pasaba y que iban leyendo
el anuncio correspondiente. A veces se trataba de publicitar un establecimiento
comercial determinado. En estos casos se ubicaban, de pie, frente o al lado de
estos, mostrando la publicidad que llevaban en sus grandes carteles. En muchas
ocasiones, al tiempo que paseaban sus anuncios, repartían folletos u octavillas
a los viandantes.
LACERO
En otro lugar de este libro tratamos ya de los
laceros y de su función, en las décadas primeras que recordamos, de capturar a
los perros abandonados, vagabundos o simplemente sueltos por las calles, para
llevarlos a la perrera municipal. Estos hombres solían recorrer las ciudades
con sus carros, inicialmente, y posteriormente camionetas, provistos de
numerosas jaulas. Allí donde se encontraban estos perros vagabundos, muy
abundantes en esos años, que no tenían o no iban con sus dueños, los cazaban
con unos lazos hábilmente manejados. Después los introducían en esas jaulas
para llevarlos a las citadas perreras. En ocasiones, alguna persona declaraba
ser su dueño y se los llevaba, pero esto no era muy frecuente. Solía tratarse
de perros que vivían en la calle, al haberlos abandonado sus dueños o, con
mucha frecuencia, que formaban parte de una población autónoma, de canes
nacidos en cualquier rincón y que vivían por las calles, Con mucha frecuencia
comían, removiendo basuras, restos que algunos echaban a las calles, o lo que
podían coger en cualquier sitio. El principal peligro de estos perros, como ya
se ha dicho, era su situación sanitaria ya que muchos portaban enfermedades y
propagaban epidemias. Entre ellas, la de la rabia era la más temida por la
población que veía, entonces, con buenos ojos esa vigilancia por las calles.
LAVANDERA
Hemos tratado, también, en otro lugar sobre el
trabajo de las lavanderas. Como allí se
dice, eran mujeres que hacían de la tarea de lavar la ropa de muchos vecinos de
la localidad, en lavaderos públicos o en las orillas de algún río, un verdadero
oficio. De este modo ganaban un dinero que les permitía vivir o ayudar
económicamente en sus casas. Era un trabajo muy duro por el esfuerzo físico
grande que debían desarrollar, por las posturas incómodas y forzadas para lavar
la ropa y por las inclemencias del tiempo que soportaban tanto en invierno como
en verano. Además, el transporte de la
ropa hasta el lavadero y posterior regreso hasta la entrega a los dueños de las
prendas lavadas, añadía un plus de fatiga y esfuerzo grande. Era frecuente ver
como llevaban la ropa, en grades tinas o barreños sobre su cabeza, con la única
protección de un pañuelo enrollado que hacía de base y soporte.
LECHERO
El lechero era esa persona que llevaba leche a
los domicilios particulares diariamente. Solía tratarse de hombres o mujeres
que tuviesen, en los pueblos o en las afueras de las ciudades, algún ganado,
generalmente vacas. Y cada día, transportaban unos cántaros de leche a una
serie de viviendas con los que tenía un acuerdo de suministro. Ese transporte
se podía hacer con un asno, con o sin carro,
montado en una bicicleta o motocicleta e incluso llevándolo con la mano
o sobre los hombros. Me vienen a la memoria los casos que directamente conocí,
por traer leche a mi casa en los años cincuenta y sesenta. Eran tiempos en los
que no había una distribución de leche de marcas comerciales, debidamente
envasada y tratada, como en la actualidad.
En uno de los casos, se trataba de unas
mujeres, ya entradas en años, que tenían ganado en los establos de su casa
agrícola, próxima a la mía y que traían, cada día, una botella de leche,
llevándose vacía la del día anterior. En el otro era un hombre que aparte de distribuir
leche por el pueblo, montado en una vieja bicicleta en la que llevaba dos
cántaros, era mi profesor de latín en
tercer curso de bachillerato. Había sido seminarista en su juventud.
LEÑADOR
Los hogares hispanos de los años de la
posguerra solían alimentar sus cocinas con leña y carbón. La compra de leña
era, por tanto, algo totalmente habitual. En muchas casas se almacenaba la leña
comprada, cortada en tacos pequeños, para su uso diario. Era, por tanto,
necesaria la figura del leñador. Éste era quien se ocupaba de adquirir la leña
en troncos y, posteriormente, cortarla a golpes de hacha en el tamaño adecuado.
Podía venderse en troncos que el comprador partía, después, por su cuenta en el
tamaño adecuado para su cocina o ya hacerlo en tacos de este tamaño que vendía
para su consumo directo.
LIMPIABOTAS
La simpática y popular figura de los
limpiabotas está unida a los recuerdos de toda mi generación. Los limpiabotas
estuvieron en nuestro horizonte hasta los años setenta, más o menos y en forma
numerosa. Después quedaron algunos residualmente. El limpiabotas era ese hombre
de cualquier edad, incluso niños, que provisto de su caja de madera, con su
típico apoyo para el pie, con cepillos, tintes y betunes negros y marrones en
sus dos cajones laterales, se apostaba en aquellos lugares de tránsito de
gente. Siempre limpiaban el calzado a hombres. Era normal verlos en diversos
cafés y bares, a la puerta de algunos cines, en esquinas de calles y paseos
céntricos y, algunos, en sus propios locales de limpieza de calzado.
Los limpiabotas solían trabajar por la voluntad, pero si esa voluntad era
corta reclamaban el importe más o menos establecido. Muchos de ellos tenían
abundante conversación y eran buenos transmisores de rumorología popular.
Hacían bien su trabajo, empleando el tintado del zapato, antes del posterior empleo
del betún, para terminar sacando brillo, frotando con cepillo y bayeta. Para
bastantes caballeros, esa limpieza del calzado, por el limpiabotas, a la vista
de la gente constituía, en cierto modo, una pequeña conquista social.
MOZO DE ESTACIÓN
O MALETERO
Durante muchos años, cuando se llegaba en tren
a cualquier estación española, máxime en grandes capitales, una nube de
maleteros se acercaban a las puertas de los
vagones ofreciendo sus servicios. En algunas de ellas, como era el caso de
Madrid, llevaban una prenda identificativa y una gorra. Portaban, siempre, una
carretilla para el traslado de maletas, baúles y todo lo que llevasen los
viajeros. Era normal que se hiciesen cargo de las maletas de varios viajeros, simultáneamente,
cuando cabían en sus carretillas. Cobraban, por este trabajo, un importe
establecido y llevaban las maletas hasta el exterior, normalmente hasta las
paradas de taxis. Se trataba, sin duda, de un oficio bien agradecido por los
viajeros cuando se llegaba con pesadas maletas en el tren. Hacían también, el
recorrido inverso de portar las maletas desde el taxi o vehículo particular
hasta el vagón correspondiente.
Estos maleteros o mozos de estación se veían,
igualmente, en las estaciones de autobuses o lugares de llegada de estos. En
muchos pueblos, como era el caso de Ribadeo, estos maleteros llevaban las
maletas hasta los mismos domicilios de los viajeros, recorriendo con sus
carretillas la localidad. Recuerdo que uno de ellos llevaba las maletas de mis
padres en una bicicleta, hasta los autobuses o a la inversa.
PELUQUERA A
DOMICILIO
Al igual que hemos comentado de las
costureras, las peluqueras eran otro oficio orientado hacia las mujeres y de
gran abundancia de profesionales por todas partes. De entre ellas, en los años
cuarenta y cincuenta, muchas se dedicaban a ir a las casas de señoras que
solicitaban sus servicios para peinarse o cortarse el pelo. Eran tiempos de
menor existencia de establecimientos públicos de este gremio. También en esta
profesión se iba aprendiendo mientras se trabajaba con otra peluquera en
ejercicio de estas tareas. Resulta ahora curioso recordar la llegada a una casa
de la peluquera a domicilio, portando una bolsa con los útiles para su trabajo.
PEÓN CAMINERO
Esta figura que, como tantas otras profesiones
que estamos enumerando, ha desaparecido, era sumamente conocida y popular. Se
llamaban peones camineros a aquellos hombres que recorrían todas las
carreteras, a pie, arreglando y limpiando las cunetas y bordes de esas vías de
circulación. Las carreteras principales y secundarias debían de ser defendidas
continuamente del avance de la vegetación de matorrales, matas y plantas que
las iba asediando y carcomiendo los bordes del asfalto. Eran tiempos de
carreteras construidas en base a piedra, grava y alquitrán. Y éste, con
frecuencia, de pobre calidad y espesor. Los baches salían continuamente y los
bordes iban deshaciéndose y convirtiéndose en senderos de tierra y grava. En
esos casos, la vegetación iba invadiendo la carretera lentamente y obstruyendo
las cunetas que debían recoger el agua de la lluvia que resbalaba y caía desde
el asfalto. Los peones camineros eran así quienes lograban con sus picos, palas
y rastrillos limpiar esas cunetas y dejarlas expeditas. Solían trabajar en
cuadrillas.
PICAPEDRERO
Como su nombre sugiere, estos hombres se
dedicaban a picar las piedras grandes y pequeñas rocas, armados de pico y mazo,
para romperlas en piedra de tamaño pequeño. Esta piedra solía, después, usarse
en la construcción del firme de las carreteras, elemento básico sobre el que se
echaban capas de grava y alquitrán líquido y se pisaban una y otra vez por las
apisonadoras.
PREGONERO
La figura del pregonero ya fue menos conocida
por la gente de mi generación. Era oficio que venía de siglos atrás en los que
había cumplido un papel relevante de comunicación de noticias, eventos y
órdenes al pueblo. Solamente recuerdo citar en mis años de infancia la
existencia de estos pregoneros para anunciar fiestas, edictos y acuerdos tomados por pequeños
ayuntamientos rurales e incluso anuncios publicitarios.
RECAUDADOR DE
FIELATOS
Se denominaban fielatos a unas casetas en las
que se cobraban los arbitrios y las tasas municipales que gravaban el tráfico
de mercancías. El nombre de fielato procede del fiel o balanza que utilizaban
para el pesaje de las mercancías. También tenían una función de vigilancia
sobre el estado de esos productos, en su aspecto sanitario y de idoneidad para
el consumo. Muchas de esas mercancías que controlaban eran de alimentos
dirigidas al comercio de venta a la población. Los operarios municipales que se
ocupaban de estas tareas eran los recaudadores de esos fielatos. Tenían una
mayor relevancia los establecidos en el límite entre provincias y
ayuntamientos, en puertos y muelles, en las orillas de los ríos en los que
había embarcaciones para cruzarlos y en las entradas y salidas de diversas
poblaciones. Era ésta de los fielatos una de las principales vías de entrada de
fondos en los ayuntamientos.
SASTRE
Estamos ante otra figura profesional relevante
durante muchas décadas. Desde luego en las de los años cuarenta a sesenta, en
España, fueron importantes en número por toda nuestra geografía. Se trataba,
normalmente, de hombres que confeccionaban ropa a medida para sus clientes.
Estos solían ser de todas las edades, incluidos niños. Trabajaban en sus casas
en las que tenían su taller de confección y costura. Algunos contaban con
algunas costureras trabajando con ellos. En épocas en que apenas se compraba
ropa en establecimientos comerciales y en las que muchas prendas pasaban de
padres a hijos y de unos hermanos a otros, el sastre era clave para estos
trabajos de adaptación de la ropa.
Quizás lo más valorado en los sastres y lo que más les satisfacía era
confeccionar trajes. Supongo que además sería lo más rentable. Y no digamos ya
cuando se trataba de los destinados a bodas o ceremonias.
Una gran parte de los niños y jóvenes de mi
generación tuvimos algunas experiencias con los sastres. Los recuerdo siempre con
la cinta métrica alrededor del cuello y una especie de piedra o tiza verde o
azul para marcar. También manejando alfileres con profusión. Pero sobre todo,
no puedo olvidar los tiempos eternos pasados en pie, delante del sastre, bajo
la mirada de mi madre, mientras tomaba las medidas o hacía las primeras pruebas
de chaquetas y pantalones. Había que estar curtido y lleno de paciencia para
soportar estoicamente aquellas pesadas e interminables pruebas. Las mangas que
se ponían y quitaban, las hombreras, el pantalón a medio hacer o las solapas de la chaqueta. Todo
era medido, probado y vuelto a probar, minuciosamente hasta conseguir la pieza
final. Con todo este proceso, había que acudir varias veces a casa del sastre.
Al final, llegaba el ansiado día de la entrega de aquellas prendas, previa
prueba final. Sin duda se trataba de unos buenos profesionales, verdaderos
artesanos del tejido.
SERENO
Exponer mis recuerdos del sereno me haría, sin
duda, excederme de las escasas líneas que me he marcado en esta sección del
libro. Así que trataré de resumirlo al máximo si me es posible. El sereno era
un hombre que dedicaba su noche a la loable tarea de patear incesantemente la
calle o calles que tenía establecidas, portando un inmenso manojo de llaves, un
silbato y una buena estaca en la mano. En la mayoría de las ocasiones tenían
una dependencia o relación con el ayuntamiento para el que cumplían esta
función. Pero no siempre era así. Solía ser gente ya veterana y, con
frecuencia, ya jubilada de su trabajo o en edad poco propicia para ello. Las llaves que manejaban eran las
correspondientes a los portales de todas las casas. Si tenemos en cuenta que,
en esos años, las llaves era grandes y bastante robustas, nos imaginamos el
peso de las que manejaban. Las conocían perfectamente y sabían de qué puerta
eran. El silbato era para alertar a alguien o a sus compañeros en caso de
necesidad. En algunas ocasiones corrían el riesgo de ser agredidos, normalmente
por gente bebida y por eso llamaban a sus compañeros más próximos. Y la estaca,
obvio es decirlo, era elemento de disuasión, máxime que manejaban con soltura.
Pero la labor del sereno era de ayuda, de
servicio a los ciudadanos de la zona que controlaban. En sus paseos nocturnos,
además, vigilaban el orden y los comercios de la zona ahuyentando con su
presencia a posibles ladrones. La estampa más clásica era la de quien llegaba
de noche a su casa y no tenía la gruesa llave de su portal. En ese caso dabas
dos sonoras palmadas que retumbaban en la quietud de la noche o gritaba la
palabra sereno. Éste al escuchar la
llamada, se acercaba al lugar solicitado, y a veces anunciaba la recepción del
mensaje con un par de fuertes golpes en el suelo con su bastón. Rápidamente se
oían los pasos del sereno, que se acercaba caminando por la calle. El sereno daba tranquilidad a quien llegaba
tarde a casa sólo o con su mujer e hijos. La gente se sentía más segura y
agradecía con una propina el servicio prestado por el sereno. Colaboraban,
también, con otras ayudas tan dispares como avisar de un incendio, recoger de
la calle a una persona enferma o bebida, ahuyentar a un malhechor o impedir una
pelea.
VENDEDOR
CALLEJERO DE PERIÓDICOS
La prensa escrita tenía, también, una amplia
difusión en los años de la posguerra y
posteriores. Pero su distribución no era entonces tan amplia y
organizada como en la actualidad. Era, en cambio, muy frecuente la venta
callejera de ejemplares de muchos periódicos. Esto que veíamos como cosa muy
corriente en las películas americanas, también lo era así en ciudades grandes.
En Madrid era muy común. Se trataba generalmente de chicos jóvenes, e incluso
niños, que portando un buen lote de ejemplares de un determinado periódico,
recorrían las aceras de multitud de calles, enumerando a voz en grito las
noticias más relevantes. Citaban el nombre del periódico y cantaban el titular
de algunas noticias de primera plana. Mucha gente se detenía, atraída, por las
novedades de la prensa del vendedor y le compraban un ejemplar. En ocasiones,
cuando se producían noticias de importancia, de las que la gente se enteraba al
oír al vendedor, se acababan rápidamente todos los ejemplares que llevaba en
las manos. Eran tiempos de escasa suscripción a los periódicos por la mayoría
de la población y ésta se animaba a comprarlos cuando se sentía atraída por las
noticias coreadas por el joven vendedor ambulante.
VENDEDOR DE PIÑAS
En los duros años de la posguerra y hasta los
setenta, más o menos, las cocinas españolas eran, como ya se ha dicho, de leña
o carbón. Eran aquellas populares cocinas bilbaínas, de hierro y amplitud de
líneas y servicios. Pero tanto la leña como el carbón, necesitaban un encendido
previo que iniciase el fuego. Entre las diversas formas utilizadas para
lograrlo se usaba el encendido de una o más piñas secas. Esto era, lógicamente
así, en aquellas poblaciones y lugares en que había profusión de pinos para
poder recogerlas. Diversas personas,
normalmente de condición humilde y pocos recursos económicos, se dedicaban a
recorrer los montes próximos, llevando una carretilla y algunos sacos. Iban
recogiendo del suelo las piñas caídas y llenándolos con ellas. Éstas podían
estar cerradas o ya abiertas. Después, se dirigían a la localidad e iban
ofreciendo el producto de su recolección por las calles. Mucha gente se las compraba
a precios módicos y las utilizaban para prenderles fuego con una cerilla y
encender con ellas un fuego, tras lo que ya podía ir arrimando leña o carbón.
ZAPATERO REMENDÓN
Los zapateros, tal como ahora sucede en mucha
menor escala, eran quienes se dedicaban a arreglar toda clase de zapatos. Esta
ocupación era entonces muy relevante toda vez que el calzado era, para la
mayoría de la población, algo a conservar el máximo tiempo posible. No estaba
al alcance de casi nadie el comprar todos los años nuevo calzado. Por este
motivo, se iba con frecuencia a poner un tacón, a colocar un lámina de goma o
de suela a los zapatos, a teñirlos de nuevo, a reparar un roto o un descosido y
a algo que recordamos todos con curiosidad, a colocar en el tacón y en la puntera
unas pequeñas piezas metálicas, clavadas. Éstas, cuya finalidad supongo sería
proteger a esas dos partes críticas del calzado de un rápido desgaste, daban al
andar el característico chasquido del golpe de esa pieza metálica contra el
suelo, remarcando más el pisar y diferenciando bien las pisadas de unos y otros
al caminar.
Algunos se atrevían a confeccionar zapatos,
alpargatas o botas, así como plantillas para ese calzado. También reponían
cordones rotos. Y en todo caso, devolvían los zapatos limpios y resplandecientes al cliente. Solían llevar siempre un amplio
mandil de cuero que les cubría el pecho y las piernas.