CAPÍTULO 19
MI GENERACIÓN Y
LA POLÍTICA
Este capítulo, imprescindible en este libro,
es sin embargo bastante difícil de escribir. Esto es así, básicamente, porque
sería necesario dedicar mucho espacio para desarrollarlo correctamente y con fidelidad
a la realidad. Sería preciso todo un libro. Pero pretendo hacerlo en unas pocas
páginas y de ahí la dificultad. Por otra parte, debo seguir la misma pauta que
en el resto. No se trata de un libro de historia contemporánea ni un tratado de
la sociología española de los años tratados. Es un simple compendio de
recuerdos. En gran parte vivencias del autor y algunas cuestiones oídas o
leídas a lo largo de décadas. Por tanto, no oculto la tasa de subjetividad que
este libro contiene sin duda alguna. Ahora bien, trato, capítulo a capítulo, de
ser lo más objetivo posible en mis relatos simplemente plasmando ese caudal de
hechos y acontecimientos vividos en primera persona. Y de las sensaciones que
he tenido y experimentado.
Y tras esta breve introducción aclaratoria,
entramos en este interesante tema. En primer lugar, he de recordar que al
inicio de los cuarenta, al igual que al finalizar la contienda civil española,
casi todos los hogares del país estaban teñidos por la política. Con distinto
nivel de penetración ideológica, pero muy influidos por los acontecimientos
vividos y sufridos desde 1936. En realidad, podríamos decir que, la mayoría de
esos hogares ya venían marcados desde ese fatídico año y, aún más, desde tres o
cuatro años antes. La fuerte y antagónica división entre derechas e izquierdas,
que ya venía de lejos, estaba dentro de muchas familias hispanas en esos años.
La radicalización hacia los extremos en las izquierdas y derechas fue muy
fuerte y así se llegó al 18 de julio de
1936. El final de la guerra dejó, como antes dije, muy marcados a todos. Unos,
pertenecientes, allegados o seguidores del bando vencedor en la contienda – el
de las derechas – y otros estigmatizados en la calle, escondiendo en sus casas
sus simpatías, su afiliación o sus anteriores vivencias en la izquierda. Y una gran masa de gentes, distribuida por todo
el país, apolíticas en inicio y volcadas solamente en su trabajo y su familia,
ajenas a las luchas políticas pero arrastradas por el huracán de la guerra.
Llevadas a uno u otro bando por el azar de las circunstancias de cada uno de
sus miembros.
En los años cuarenta, por tanto, había una
derecha que mostraba su victoria y se asentaba en el poder, exhibiendo,
podríamos decir, su rol de vencedores. Y una izquierda aparentemente
inexistente – dentro del país se entiende y no en el exilio – pero con una
importante presencia dentro de muchos hogares. Esto era algo así como un
brasero o los restos de una hoguera, que pareciendo apagada y sin fuego alguno,
mantenía sus brasas encendidas bajo la costra opaca de la ceniza. Dicho de otro
modo, en las familias de derechas se hablaba de la vida política y de los
acontecimientos del día a día ligados a ésta con naturalidad y sin trabas. Con
las ventanas abiertas podríamos decir. Mientras que en las de izquierdas, la manifestación
de sus ideas se hacía a puertas y ventanas cerradas, dentro de sus propias casas
y en su íntimo ambiente. Puede parecer algo de caricatura lo que acabo de
escribir, pero creo es aclaratorio de la realidad.
Y, antes de proseguir, hay que mencionar dos
circunstancias muy relevantes. La primera es que la sociedad española no quedó
dividida, tras la guerra, en compartimentos estancos. La amplitud de aquella y
la habitual dispersión geográfica, hizo que en muchas familias se participase
de ambas ideologías. Me refiero al hecho de convivir, con más o menos armonía,
individuos de derechas e izquierdas en la misma familia. Esto fue muy frecuente,
aunque no lo parezca. Mi propia experiencia personal lo asevera así. En mi
familia, como en miles y miles de hogares hispanos, hubo quien luchó en un
bando y quien lo hizo en el otro. Unos miembros vivieron y sufrieron la
contienda en ciudades o pueblos rojos
y otros en los azules, utilizando la
terminología acuñada ya desde los años treinta. Esta paradójica situación tuvo
mucha relevancia en la vida española a lo largo de las décadas siguientes.
La otra cuestión a la que me quiero referir es
la del hartazgo, de la indiferencia y hasta del rencor hacia la política y sus
manifestaciones partidistas. En muchas familias españolas, las consecuencias de
la guerra sobre ella, en forma de muertos, heridos, inválidos, pérdida de sus
casas, bienes y propiedades, desplazamientos de población, empobrecimiento,
hambre y toda clase de calamidades fue inmensa. Por eso generó en muchos un
asco hacia la política y los políticos en general, atribuyendo a estos la
culpabilidad de los males padecidos. Y como consecuencia, una profunda
indiferencia por la vida política del país. Y esto se unía a la permanente
campaña de descrédito hacia los partidos y de los sistemas basados en ellos,
propiciada por la propaganda de la ideología falangista y del gobierno de
Franco. Los partidos políticos eran acusados de ser los culpables de todos los
males de España, a consecuencia de la continua lucha entre ellos para obtener
la hegemonía a cualquier precio, despreciando los intereses de los ciudadanos
en beneficio propio. Los partidos, además, estaban prohibidos por el régimen.
En consecuencia, la bolsa de hogares apolíticos, desinteresados de la vida
pública, y volcados solamente en sí mismos y sus cosas, era muy grande.
En la década de los cuarenta, mi generación
estaba transitando por la infancia. Por tanto, nuestras percepciones de la vida
política fueron escasas. Posiblemente se resumen, cuanto más, en conversaciones
escuchadas en casa a los padres, familiares y amigos. Por el contrario, en los
años cincuenta fueron ya importantes. En esa década de infancia y juventud de
todos nosotros, participamos pasivamente de esas corrientes ideológicas y
políticas que circulaban por el subsuelo de cada hogar, tal como antes
describimos. Era frecuente, en esos años, que en las reuniones familiares o de
amigos en las casas, en la calle o en cualquier lugar las conversaciones
girasen con cierta frecuencia en recuerdos de los años de la guerra o de la
posguerra. Cada cual contaba sus experiencias, anécdotas, cómo le había ido y
hasta magnificaba sus relatos convirtiéndolos en las famosas historias de papá
o del abuelo. Como siempre suele suceder en la vida, con frecuencia se olvida o
se desfigura lo malo del pasado y se aumenta o se exalta lo positivo, lo alegre
o lo que solemos llamar bueno.
En mi caso particular, durante esa década,
escuché con frecuencia largas conversaciones en mi casa o en las de otros
amigos sobre temas políticos y de esa guerra pasada. Las familias empleaban
parte de su tiempo libre, en especial los domingos, a visitar amigos y
conocidos o recibir esas visitas en sus casas. Los niños íbamos en el paquete.
Pero, aunque nuestro mundo, tendía a ser el de los juegos en la calle o en el
patio, si la casa lo tenía, con frecuencia debíamos permanecer un tiempo junto
a los mayores.
Por tanto, fue una década en que fueron
sedimentando en nuestras mentes todo ese caudal de vivencias familiares, de
relatos, de anécdotas, de historias, de manifestaciones políticas de nuestros
mayores. Y creo no equivocarme mucho si afirmo que eso provocó dos tipos de
reacciones distintas. En unos casos, formaron unas ideas que llenaron nuestras
mochilas intelectuales al entrar en nuestra juventud. En otros, provocaron
rechazos al unirse con las naturales rebeldías de la adolescencia y primeros
años jóvenes.
En la vida colegial de los cincuenta, en los
ambientes de estudiantes de bachillerato en los que me movía, comenzaron a
aparecer nuestros primeros pensamientos políticos. Fue al hilo de nuestro
crecimiento, al ir alcanzando esa última parte de los estudios una vez superada
la reválida de cuarto. Guardo perfectamente el recuerdo de las primeras
discusiones de matiz político en los tiempos de recreo o en horas de clases
fallidas por ausencia de profesor. Y curiosamente, el centro del debate
incipiente estaba en los americanos. Sin duda, el papel preponderante de los
EEUU de América en esa época, tras la II Guerra Mundial, unido a la expansión
del comunismo y la fortaleza de la URSS, fueron determinantes a la hora de
polarizar nuestros juicios y opiniones. Se discutía, con frecuencia, sobre la
bondad o maldad del papel y actuaciones de los americanos en el mundo y,
algunos, comenzaban a sentir simpatías por los rusos. La ingenuidad de esos
primeros años de juventud permitía ese debate acalorado y casi a gritos en el
patio del colegio entre unos y otros. Pero siempre había alguno mayor que, con
más experiencia, aconsejaba acallar el tema y dejar a los rusos en paz. No era
tema recomendable en público en esos años.
Había, también, jóvenes que mostraban un gran
interés por la Falange y sus principios. Pero eran bastantes menos de lo que se
pudiera pensar, pese a la ostentosa presencia de esa institución en la vida
española. Además, como es sabido, era fuerte esa presencia en los planes
académicos por medio de las asignaturas de Formación del Espíritu Nacional y de
Educación Física. Ambas solían estar en los centros de enseñanza, tanto para chicos como para chicas, en manos
de miembros de la Falange o de la Sección Femenina de esa organización. Pero,
en gran parte por esa presencia en la vida escolar, integrando dos asignaturas
que también había que superar – aunque los aprobados generales eran habituales
en ellas – y con la obligatoriedad de asistir a sus clases, se produjo un
rechazo generalizado a las ideas que propugnaban. Realmente, pese a que una
parte importante de la juventud española de esos años participaba en
campamentos, deportes y toda clase de actividades organizadas por la Falange,
eran pocos los que asumían y hacían suyo sus idearios.
Éste aparecer y estar la Falange en todo, se
unía a los propios hábitos impuestos por el régimen de Franco en la vida
española. El ejército tenía una relevancia muy grande y lo militar lo impregnaba
todo. En cualquier ciudad se veían militares por todas partes, en calles, plazas
y parques. Era lo normal encontrarlos, máxime en las ciudades - cabecera de
Regiones Militares. A este respecto puedo indicar alguna de mis experiencias
sobre esto. Entre los 7 y 10 años de edad residí, como ya he indicado en otro
lugar, en Melilla, ciudad o plaza del Protectorado Español en el Norte de
África. Muchos domingos salía de paseo con mis padres por la ciudad y a
determinada hora sonaban las cornetas. La gente se detenía en el lugar en el
que estuviese en ese instante. Podía ser en la acera, en el medio de la calle o
en la terraza de un bar. Todos se ponían en pie mirando hacia la dirección en
la que se estaba arriando la bandera nacional. Brazo en alto todos, viejos y
jóvenes, hombres y mujeres, escuchábamos el himno nacional. Al terminar cada
cual continuaba en lo que estaba. Esta imagen fue universal en toda España
durante años. El izar y arriar la bandera y los toques del himno nacional eran
sagrados y de obligada actitud de escucha y respeto.
Otra imposición del Régimen imperante, que hoy
resulta realmente llamativa, es todo aquello que había de ir en los escritos
oficiales de cualquier clase. También de los dirigidos a la Administración.
Así, las expresiones de Por Dios, España
y su Revolución Nacionalsindicalista, Viva Franco, Arriba España, eran
obligadas para terminar el escrito u oficio. Con frecuencia se utilizaba el
término camarada. Y algo totalmente
insoslayable para acceder a puestos oficiales en la Administración era el acatamiento y jura de los Principios
Fundamentales del Movimiento Nacional. Éste trámite, era requisito
indispensable para ocupar cargos de funcionario y para ejercer profesiones de
carácter público.
La guerra civil trajo consigo otra cadena de
dramas personales muy grande. Me refiero a todos aquellos represaliados
políticamente, que fueron expulsados de cuerpos del Estado y obligados a dejar
sus puestos de trabajo. En este caso, se encontraron bastantes españoles de la
generación de nuestros padres o abuelos, por su militancia o simpatía con
partidos de izquierdas o por su afinidad, real o supuesta, con estos. La gran
extensión que la delación había tenido en los años de guerra civil española, en
ambas zonas combatientes, que afectó a muchos compatriotas de ideas o vivencias
de izquierda o derechas, o simplemente sin ninguna idea política, contribuyó a
esa marea de represalias antes citadas.
Hacia los últimos años de los cincuenta y
principio de los sesenta, toda mi generación comenzó a vivir su propia vida en
el ámbito estudiantil o en el del trabajo. Fue en el primero de ellos, que es
en el que me adentré, donde las manifestaciones políticas afloraron con más
fuerza. Por eso, me centraré en él. Esa etapa, en la primera mitad de la década
de los sesenta, se desarrolló, en mi caso, en Gijón. Como es de sobra conocido,
Asturias, en la revolución de Octubre de 1934, se alineó mayoritariamente con
la izquierda. En especial, con el partido comunista y las diversas variantes y
facciones más a su izquierda en el espectro político. Muchas familias de las
cuencas mineras y de las zonas de industria pesada y los astilleros – lo que
englobaba a una parte muy amplia de la población – se afiliaron o simpatizaron
con esas opciones políticas. Tras la guerra civil, en la que se significaron
inicialmente por esa militancia de izquierdas, sus ideas y sentimientos
políticos quedaron encerrados, en la mayoría de los casos, en el interior de
los propios hogares, cuando no en la mayor intimidad personal. No cabe duda que
era peligroso manifestar públicamente esa militancia o esas simpatías tras la
derrota en la guerra civil de las izquierdas.
A su vez, pasados ya bastantes años desde esa
contienda y ante una cierta normalización de la vida y costumbres de la
población, las nuevas generaciones – la nuestra entre ellas – provocaron la
fusión en la calle, en el trabajo, en los centros estudiantiles, de todos los
chicos y chicas, al margen de la ideología que tuviesen. En mi caso personal,
esto significó que la Escuela de Peritos Industriales de Gijón albergaba, en
cada curso o promoción, todo tipo de gentes, procedentes de diversos pueblos y
ciudades, totalmente hermanados por la camaradería y el compañerismo
estudiantil. Nadie preguntaba a nadie acerca de sus ideas políticas que,
habitualmente, no se exteriorizaban ni manifestaban. Pero, cada uno las llevaba
dentro si es que las tenía. Y muchos llevaban, también, la huella de las
experiencias familiares vividas.
Entre mis amigos de ese tiempo, compañeros de curso,
abundaban los que eran claramente de izquierdas. La mayoría no lo manifestaba
en el día a día, pero esto surgía en determinados momentos. Uno de ellos, con
quien hacía láminas de dibujo en ocasiones, era declaradamente comunista. Su
padre, trabajador de unos astilleros asturianos, lo había sido también. Y en su
casa ese era el clima político. En otros afloraba siempre su sentimiento o su
atracción por el socialismo. Alguno optaba más por la derecha, mientras el
resto pasaba por completo de la
política y se mantenía al margen. Pero nuestra amistad estaba por encima de
todo, manteniéndonos en una perfecta convivencia. A veces algún acontecimiento
ponía a prueba ese amistoso compañerismo. Así sucedió un día en que, caminando
en grupo por las calles gijonesas, nos topamos en una plaza con un acto de
exaltación falangista. La plaza bastante llena de gente, atrajo de inicio
nuestra atención. Pero los ánimos se alteraron fuertemente al detectar de qué
se trataba y ver las banderas y los uniformes de la Falange. Nuestro grupo
salió de esa plaza al instante, envueltos en discusión política. Pero no era
esto lo habitual. Cada cual llevaba dentro sus ideas, sedimentadas o no, y no
las exteriorizaba, salvo excepciones, ni en la Escuela ni en la calle.
A partir de la muerte de Franco, en 1975, vi
surgir con fuerza, a mí alrededor, en la empresa en que trabajaba, las nuevas
centrales sindicales. CCOO y UGT lideraron ese movimiento que aglutinó a una
serie de trabajadores que venían preparándose bajo la superficie política del
final del franquismo. Entre otras cosas, se desarrolló una larga cadena de
huelgas que ya no cesaron en los siguientes años de esa década. Y esto sucedió
por todo el país, al tiempo que los españoles íbamos tomando posiciones con
nuestras opciones políticas. Pero fue necesario que el espectro se fuese
clarificando y que los partidos que iban surgiendo diesen a conocer sus
programas y su ideología de base. Sólo de ese modo la gran masa de la población
hispana pudo estar en condiciones de saber en dónde se colocaba, dentro de ese
abanico de opciones. Habían sido muchos años de carencia de participación
política y hasta de pensamiento político, ante la condena frontal que el
Régimen hizo del sistema de partidos y la prohibición de los mismos y de sus actividades.
Mientras esto sucedía en mi entorno, en otros
lugares pasaban otras cosas. Lo más llamativo fue el hecho de que esta
convivencia, de la que he comentado cómo fueron las cosas a mí alrededor, se
rompió por completo en otros lugares. Principalmente en la Universidad o, mejor
dicho, en algunas universidades. Un compañero de trabajo que tuve hacia 1980,
que había sido expulsado de la Universidad en Madrid, en unas de aquellas
fuertes revueltas estudiantiles del final de los sesenta, me narró con toda
amplitud esos sucesos. Es evidente que esa década nos situó a los españoles en
un amplio debate ideológico y político, lleno de confrontación y discrepancias.
Al final de la década de los setenta, España
entró en una verdadera convulsión política, tras la muerte de Franco en 1975.
Todo el país inició una dinámica de entusiasta participación política que
culminó con la aprobación de la Constitución Española de 1976 y las primeras
elecciones democráticas, en 1977. Y, una vez que ya estaban legalizados todos
los partidos políticos de izquierda, la movilización fue muy amplia y la
exhibición de las respectivas militancias pasó a ser algo bastante normal. Esas
elecciones de 197, pusieron de manifiesto cuales eran las opciones, en ese momento,
mayoritarias. Una parte mayoritaria del electorado optó por la moderación y el centrismo. También con la reconciliación de todos los españoles y el cerrar ya definitivamente heridas pasadas, para emprender una senda nueva, iniciando el libre juego de partidos y opciones políticas de todo signo. El partido Unión de Centro Democrático, de reciente creación y
con su candidato Adolfo Suárez al frente, resultó ganador. Los españoles, entre los que nos contamos los de la generación de la posguerra, iniciamos así una nueva senda en la historia de España: la democrática.
Resultados de las elecciones de 1977, para el Congreso de los Diputados, en una mesa electoral
Resultados de las elecciones de 1977, para el Congreso de los Diputados, en una mesa electoral
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