CAPÍTULO 8
NIÑOS, MÉDICOS Y
ENFERMEDADES
Uno de los aspectos más interesantes para
narrar en este libro es, sin duda y aunque pueda parecer inapropiado, el de los
niños y las enfermedades que íbamos pasando en los años de la posguerra, hasta
los sesenta más o menos. Todo un mundo cultural y de tradiciones empapaba este
tema en aquella época, en la que la medicina distaba años luz de la actual.
Para quienes no vivieron aquellos años resultará un tanto increíble todo esto.
Partamos de un hecho cierto y demostrado. Los
niños nacidos a lo largo de la guerra civil y en los años cuarenta éramos, por
lo general, de constitución más débil que lo han sido nuestros hijos. Éramos,
más bajos y delgados que ellos. La falta de alimentos adecuados, de vitaminas,
de calcio, de proteínas suficientes, cuando no el hambre pura y dura, tuvieron
toda la culpa en esa endeblez infantil. Y aunque el cuerpo humano tiende a adaptarse al medio y circunstancias en que
vive, llegando a fortalecerse lo suficiente para sobrevivir lo mejor posible,
las carencias estaban a la vista en la mayoría de los españolitos de ambos
sexos.
Éramos, en consecuencia, terreno fácil para
muchos virus y bacterias que pululaban por nuestras casas y colegios, por las
calles y por todas partes. Pero nuestros mayores tenían remedios para todo,
heredados en gran parte de tradiciones centenarias. Y, cuando no, estaban los
médicos.
Las enfermedades infantiles parecían seguir un
curso cíclico. Todos los niños, o al menos la mayoría, íbamos pasando por ellas
unos tras otros. Muchas saltaban de hermano a hermano o de uno a otro compañero
de pupitre. No había vacunas para la mayoría de ellas y la creencia popular era
que mejor cogerlas pronto que tarde o que no pasarlas en la infancia. Era el
caso de enfermedades tales como la viruela, las paperas, la tosferina, el
sarampión, la varicela o la escarlatina. Éstas eran todas de obligado cumplimiento. Casi nadie se
libraba de ellas y de unos días en casa, sin colegio y aislado de otros chicos
o chicas. Y si de alguna de ellas lograba escabullirse sin pasarla, como era el
caso de las paperas, podía esperarse un calvario en la juventud o en edad más
madura. Así lo vaticinaba la sabiduría popular.
Un clásico de todos los tiempos eran las
anginas. Esta antipática enfermedad, que daba con los pequeños en la cama,
aquejados de fiebre, dolor de cabeza y de garganta y llevaba a no comer por las
molestias al tragar, hacía estragos tan pronto llegaban los aires fríos y las
lluvias. El niño se mojaba o le cogía el frío y ¡ale!... anginas. Cuando comencé a padecer de ellas, como todos
mis amigos y compañeros, ya existían los primeros antibióticos en las
farmacias. La penicilina y la estreptomicina comenzaban a inyectarse para
combatir las amígdalas inflamadas. Se combatía la fiebre con aspirinas o
cafiaspirinas, con Okal o con
calmante vitaminado Pérez-Giménez. A
veces se colocaba un pañuelo mojado sobre la frente del niño. Para la tos nos
daban pastillas Koki o pastillas Juanola. Pero lo malo eran las
inyecciones. Podría escribir un tratado sobre mis vivencias de aquellos días en
los que, consecutivamente, uno tras otro, llegaba a casa el practicante.
Reconozco que cogí cierto odio a esta figura de la medicina. Con frecuencia se
trataba de personas no expertas en esa profesión, amigos o familiares que
sabían poner inyecciones. Al menos, eso se decía. El caso es que el trasero, en este caso el
mío, iba siendo asaetado, alternativamente derecho e izquierdo, con aquellas
largas y puntiagudas agujas. Vale le pena narrar con más detalle esas
terroríficas escenas, para su conocimiento y recuerdo.
El niño ya sabía que todos los días, a las
cinco de la tarde, vendrían a ponerle la inyección. Contaba las horas de espera,
acostado en la cama y con su fiebre a cuestas, aumentando su nerviosismo mal
disimulado. De poco valía, en esos momentos, la presencia de su padre o madre
con un juguete o un cuento en sus manos. Hacia las cinco se palpaba la tensión
en su habitación, mientras esperaba oír la voz del practicante de turno que
venía a pincharle. Inevitablemente llegaba, escuchaba sus palabras hablando con
sus padres, sus pasos en la escalera subiendo hacia su cuarto y, finalmente, la
entrada con su pequeño maletín a cuestas. Sí, allí traía el cuerpo del delito:
la jeringuilla de cristal y el juego de agujas. Con un poco de algodón,
empapado en alcohol, y una cerilla para prenderle fuego se desinfectaba la
aguja elegida. ¡Ese maldito olor a alcohol que presagiaba lo que iba a suceder!
El niño, en su cama, palidecía mientras su padre le indicaba que debía darse la
vuelta y bajarse el calzoncillo. Al hacerlo veía de refilón como aquel hombre
colocaba la aguja desinfectada en la jeringuilla, pinchaba el frasquito de la
penicilina, lo invertía y extraía el líquido de éste. Luego ya, boca abajo,
impotente para protestar o impedir aquel desaguisado, procurando no llorar para
demostrar su incipiente hombría, esperaba el fatal momento. El del pinchazo.
Algunos de aquellos pinchadores
tenían la costumbre de dar unos golpecitos con sus dedos sobre la zona elegida
del trasero del rapaz para relajar a éste que esperaba con sus músculos
contraídos. Así el riesgo de rotura de aguja debería disminuir. Con frecuencia,
ni con esas. Al final la aguja se clavaba, unas veces con fiereza, otras sin
notarse, como movida por manos de un artista. Y todo terminaba para desahogo
del chaval, que no podía ser plenamente
feliz pensando en que al día siguiente se repetiría la escena. Y ya no vale la
pena mentar la casuística posible y que a veces sucedía. Por ejemplo, que
hubiese que volver a pinchar por no haberlo hecho en sitio adecuado.
Claro que, pese a todo, había algo más salvaje
en los casos de anginas. Al menos la voz populi infantil, que corría por los
recreos y aulas infantiles, era que podía ser peor. A mi hermanito lo operaron ayer de anginas o a Carmencita le
extirparon las amígdalas. Estas frases se escuchaban y se clavaban en el
alma del propenso o repetidor de casos de anginas. Y con razón, ya que el
médico solía aconsejar, más o menos pronto, la operación de esas protuberancias
inútiles como se decía entonces. No valían para nada, juzgaba el vulgo y gran
parte de la clase médica. Sólo para dar problemas. Así que operar al hijo era
lo que solían indicar a los padres. Doy fe que a mi alrededor fueron cayendo
muchos en el sillón del cirujano que operaba de anginas. Compañeros de clase,
amigos, familiares, mi hermana. Me libré de esa experiencia en el último
segundo, al señalar el doctor que si vuelve
a coger las anginas, que las cogerá seguro, ya lo operamos y listo. Tuve
suerte, no las cogí más en ese curso y me escapé. Por supuesto no voy a
describir aquí esa villanía que se hacía a los chiquillos. Eso sí,
sorprendentemente solían echar a correr
a las pocas horas, tras permanecer en casa, con hielo en la boca y un juguete,
un TBO o unos sobre de cromos de futbolistas recién comprados por sus padres en
premio a su valor.
Otro de los males que padecíamos los niños
eran los empachos por algún exceso alimenticio. Solía meterse en el mismo saco
de estos empachos a otros males estomacales, por haber sentado mal alguna
comida o alimento. Las madres y, sobre todo, las abuelas de los cuarenta eran
expertas en el tema y rápidamente soltaban aquello de ¡a este niño hay que purgarlo! Vive Dios que si no saben lo que es
esto es preferible que no sigan leyendo. El pobre chiquillo debía pasar por el
duro trance de tomarse unas cucharadas de aceite de ricino o de algún otro
purgante. El aceite de ricino sabía realmente mal y provocaba la necesidad de
correr al wáter y aligerar el dichoso empacho o lo que fuese. Los retortijones
estomacales formaban parte del proceso. La purga era un procedimiento odioso y
un tanto feroz, pero el empacho desaparecía de súbito. En algunas casas se
utilizaba para los males estomacales un vaso de jugo de un limón, al que se
añadían bicarbonato sódico y azúcar. Se formaba una abundante espuma y se
tomaba. Era de sabor agradable y bastante eficaz.
Una variante, si había estreñimiento o algo de
demora en la evacuación del vientre del niño, eran las lavativas o lavatorios.
Era una práctica más frecuente en unas regiones hispanas que en otras. Pero, en
mi caso y viviendo en tierras del Mediterráneo y del norte de África, las sufrí
en varias ocasiones. Aunque tiene un cierto paralelismo con los actuales
enemas, la parafernalia era otra. Se requería una palangana, un tubo de goma
provisto de una boquilla y unido a una pera igualmente de goma. Llena la
palangana de agua templada, la pera y el tubo hacían el resto. Y como en el
caso del empacho, en pocos minutos había finalizado el estreñimiento para pasar
a la normalidad total. También se usaba, en forma preventiva para estas
situaciones, la llamada agua de Carabaña.
Como señalé al inicio de este capítulo, los
niños de la posguerra no andábamos precisamente sobrados de vitaminas. Tampoco
de hierro, calcio y demás necesidades de nuestro organismo. Eso también tenía remedio. O más bien,
remedios varios. Así la mayoría de los
infantes de esos años debimos de tomar aceite de hígado de bacalao. ¿Para qué?
Para fortalecernos, para que nos entrase
el apetito o para salir de estados de infranutrición. Este aceite de hígado de
bacalao también se las traía, con su espantoso y amargo sabor. Debía tomarse
todos los días durante una temporada, tal como recomendaba el médico
correspondiente. Para remediar la falta de calcio tomábamos unos jarabes
blancos que tenían como componente básico ese elemento químico. La única
ventaja de éste jarabe era su sabor algo más dulce. Entre los reconstituyentes
habituales estaba el Fósforo Ferrero.
Por aquellos años cuarenta e inicio de los
cincuenta hubo una amplia epidemia, entre los niños españoles, de una dura
enfermedad. Me refiero a la poliomelitis
que provocó en muchos de sus afectados serios problemas en sus piernas y
cojeras. Y aunque no se trata de enfermedades propiamente dichas, los niños de
la posguerra vivimos las invasiones de piojos con cierta frecuencia.
Normalmente se trataba de contagios en el colegio o jugando en la calle con
otros chicos. Un remedio habitual era el corte del pelo a cero que efectuaba el barbero con una maquinilla. También se
usaban algunos productos líquidos para lavar el cabello infectado.
El tránsito a los sesenta tuvo para mi generación
dos efectos que modificaron por completo el panorama que acabo de describir. De
una parte, entramos ya en edades de juventud, con una mayor fortaleza física y
habiendo pasado ya toda la retahíla de enfermedades infantiles. De otra, por
los evidentes avances de la medicina a
partir de los sesenta.
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