CAPÍTULO 42
LAS GRANDES MALETAS DE MADERA Y LOS
BAÚLES
En mi casa, como en la mayoría de las
viviendas hispanas, había algunas maletas. Y con más razón ya que afrontamos
diversos viajes y traslados de domicilio en pocos años. Y fuese cual fuese el
mobiliario, siempre había en algún rincón de la casa un par de maletas de
madera. Era lo que se llevaba entonces entre la mayor parte de la población.
Solamente las familias acomodadas tenían otro tipo de maletas y lujosos baúles.
En el resto, esa inmensa mayoría de clase media baja de los años cuarenta y
cincuenta, bastante maltratada en todos los frentes por la pasada guerra civil,
solamente maletas de madera e incluso alguna de grueso cartón y algún baúl tan
grande y pesado como escaso de valor.
Aquellas maletas de madera, pese a todo
sólidamente construidas y capaces de aguantar toda clase de maltratos en los
viajes, tenían mucha cabida. Una cerradura y, para llevarla, un asa metálica.
En las casas cumplían un papel de armario permanente, puestas en el suelo o
encima de algo que le sirviera de soporte.
Ante la carencia de armarios suficientes y, por supuesto, de los
actuales empotrados, se agradecía la posibilidad de guardar allí toda clase de
ropa y diversos objetos.
En los viajes acompañaban siempre a sus
propietarios, portando sus enseres y ropas. La imagen de aquellas maletas, con
una etiqueta pegada indicando el nombre y dirección de su propietario,
amontonadas en los andenes de las estaciones y junto a los autobuses de
viajeros eran típicas. Se han inmortalizado bastantes veces, con sus portadores
sentados encima de ellas, esperando la partida de un tren hacia cualquier
parte. Y, además, fueron imagen de la marcha de miles de compatriotas hacia la
emigración en esos años. Aquellas viejas y baqueteadas maletas fueron como un
símbolo de los españoles en busca de una nueva vida en Suiza o Alemania en los
años cincuenta. Y esta marcha de muchos de nuestros compatriotas venía a superponerse sobre la que iba, todavía, en
ruta hacia Argentina o Uruguay, Cuba o Venezuela.
Nuestras maletas de madera, las de mi casa,
nacieron con la boda de mis padres y siguieron con nosotros, en barcos y en
trenes, en autocares de línea regular y hasta en bicicleta y carretilla, del
Levante mediterráneo a Melilla y de allí a Galicia y Asturias, para venir de
nuevo a morir en sus últimos años, a consecuencia del progreso y su vejez, en
un rincón del patio de mi casa.
Estábamos ya en los años ochenta y habían cumplido, con creces, su misión.
Los baúles eran ya otra cosa. Los había en
todas las casas, siempre grandes y de tapa curvada. Claveteados por esquinas y
laterales y con dos buenas asas metálicas para transportarlos. Servían también
para guardar ropa, mantas, sábanas y hasta calzado. Aunque también solían
albergar los recuerdos de familia. Esas cosas, de valor sentimental, que unas
generaciones iban dejando a otras y que éstas últimas, en vez de tirarlas, respetaban
su memoria y recuerdo recogiéndolas en los baúles. No eran de este modo, esas
cosas, trastos a la vista. Pero se guardaban y esto, con el paso de los años,
ha salvado muchos objetos ahora más apreciados.
En mi casa el baúl, hecho de madera, pero recubierto
profusamente de tiras y adornos metálicos, siempre estuvo en lugares
irrelevantes y apartados, pero cumpliendo esa misión. Primero de armario y
luego de receptor y guarda de recuerdos de familia. Nunca mejor dicho aquello
del baúl de los recuerdos. Desde cuentos y tebeos hasta muñecas, desde viejas
botas militares hasta algún aparato en desuso. Todo lo que no servía ya, pero
se quería mantener, acababa en el baúl. Y éste terminaba por identificarse con
la propia historia de la familia para alborozo de los niños de la casa,
descubriendo tesoros al abrirlo en ausencia de los padres. Y, en muchas
ocasiones, para redescubrir un mundo perdido en las nieblas de la historia
personal, al regresar a casa pasados muchos años.
Las maletas de madera y los viejos baúles son
otro exponente más de aquella vieja España y de sus esforzados moradores que,
mientras los portaban de un lado para otro, rellenos con sus escasos enseres,
soñaban con llegar algún día a una meta fija, estable y segura en donde poder
posarlos y sentarse a descansar, para comenzar una nueva vida en paz y
concordia.
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