jueves, 3 de octubre de 2013

CAPÍTULO 42
LAS GRANDES MALETAS DE MADERA Y LOS BAÚLES

En mi casa, como en la mayoría de las viviendas hispanas, había algunas maletas. Y con más razón ya que afrontamos diversos viajes y traslados de domicilio en pocos años. Y fuese cual fuese el mobiliario, siempre había en algún rincón de la casa un par de maletas de madera. Era lo que se llevaba entonces entre la mayor parte de la población. Solamente las familias acomodadas tenían otro tipo de maletas y lujosos baúles. En el resto, esa inmensa mayoría de clase media baja de los años cuarenta y cincuenta, bastante maltratada en todos los frentes por la pasada guerra civil, solamente maletas de madera e incluso alguna de grueso cartón y algún baúl tan grande y pesado como escaso de valor.

Aquellas maletas de madera, pese a todo sólidamente construidas y capaces de aguantar toda clase de maltratos en los viajes, tenían mucha cabida. Una cerradura y, para llevarla, un asa metálica. En las casas cumplían un papel de armario permanente, puestas en el suelo o encima de algo que le sirviera de soporte.  Ante la carencia de armarios suficientes y, por supuesto, de los actuales empotrados, se agradecía la posibilidad de guardar allí toda clase de ropa y diversos objetos.

En los viajes acompañaban siempre a sus propietarios, portando sus enseres y ropas. La imagen de aquellas maletas, con una etiqueta pegada indicando el nombre y dirección de su propietario, amontonadas en los andenes de las estaciones y junto a los autobuses de viajeros eran típicas. Se han inmortalizado bastantes veces, con sus portadores sentados encima de ellas, esperando la partida de un tren hacia cualquier parte. Y, además, fueron imagen de la marcha de miles de compatriotas hacia la emigración en esos años. Aquellas viejas y baqueteadas maletas fueron como un símbolo de los españoles en busca de una nueva vida en Suiza o Alemania en los años cincuenta. Y esta marcha de muchos de nuestros compatriotas venía a  superponerse sobre la que iba, todavía, en ruta hacia Argentina o Uruguay, Cuba o Venezuela.

Nuestras maletas de madera, las de mi casa, nacieron con la boda de mis padres y siguieron con nosotros, en barcos y en trenes, en autocares de línea regular y hasta en bicicleta y carretilla, del Levante mediterráneo a Melilla y de allí a Galicia y Asturias, para venir de nuevo a morir en sus últimos años, a consecuencia del progreso y su vejez, en un rincón del patio de  mi casa. Estábamos ya en los años ochenta y habían cumplido, con creces, su misión.

Los baúles eran ya otra cosa. Los había en todas las casas, siempre grandes y de tapa curvada. Claveteados por esquinas y laterales y con dos buenas asas metálicas para transportarlos. Servían también para guardar ropa, mantas, sábanas y hasta calzado. Aunque también solían albergar los recuerdos de familia. Esas cosas, de valor sentimental, que unas generaciones iban dejando a otras y que éstas últimas, en vez de tirarlas, respetaban su memoria y recuerdo recogiéndolas en los baúles. No eran de este modo, esas cosas, trastos a la vista. Pero se guardaban y esto, con el paso de los años, ha salvado muchos objetos ahora más apreciados.

En mi casa el baúl, hecho de madera, pero recubierto profusamente de tiras y adornos metálicos, siempre estuvo en lugares irrelevantes y apartados, pero cumpliendo esa misión. Primero de armario y luego de receptor y guarda de recuerdos de familia. Nunca mejor dicho aquello del baúl de los recuerdos. Desde cuentos y tebeos hasta muñecas, desde viejas botas militares hasta algún aparato en desuso. Todo lo que no servía ya, pero se quería mantener, acababa en el baúl. Y éste terminaba por identificarse con la propia historia de la familia para alborozo de los niños de la casa, descubriendo tesoros al abrirlo en ausencia de los padres. Y, en muchas ocasiones, para redescubrir un mundo perdido en las nieblas de la historia personal, al regresar a casa pasados muchos años.


Las maletas de madera y los viejos baúles son otro exponente más de aquella vieja España y de sus esforzados moradores que, mientras los portaban de un lado para otro, rellenos con sus escasos enseres, soñaban con llegar algún día a una meta fija, estable y segura en donde poder posarlos y sentarse a descansar, para comenzar una nueva vida en paz y concordia.

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