jueves, 3 de octubre de 2013

CAPÍTULO 43
LAS MERIENDAS INFANTILES

Al hablar de las meriendas de los niños de nuestra generación me asalta el pensamiento  de aquellos bocadillos de pan con chocolate. Pero, antes de eso, hay que considerar etapas anteriores, en los que ni el pan ni el chocolate formaban parte de esa merienda. Más bien casi no había posibilidad de merienda. Y esto es así, porque en los años del racionamiento el pan era pieza casi inexistente. Apenas un trozo de un pan negruzco era todo lo que entraba en la mayoría de los hogares españoles. Aparte de su escasez, con frecuencia no llegaba a las manos de la población ni ese pan. Al menos de todos aquellos que no podían acceder al mercado negro, al del estraperlo, para adquirir un pan más adecuado a la naturaleza de éste. Es claro que, en esos años de la década de los cuarenta, las posibilidades de merendar eran muy escasas. La población pasaba hambre y los niños también, por más que los padres intentasen evitar esto estirando lo que había para la comida.

En esos años, en aldeas y pueblos, con una mayoría de la población que vivía de la agricultura y la ganadería, era más fácil que pudiesen acceder los niños a alimentos como el queso, la leche y un pan elaborado en casa, con mezcla de trigo y centeno o solamente de este último cereal. Pero eso era ya algo de merienda, a mucha distancia de las posibilidades en las urbes. Pero, afortunadamente, esos años fueron pasando y al avanzar ya la década de los cincuenta, las cosas fueron cambiando poco a poco.

Así, el pan comenzó a llegar a las casas en mayor cuantía y calidad. El aceite, la leche, los huevos y otros alimentos básicos también. Y los niños empezamos ya a entrar en la rutina diaria de la merienda. El pan era elemento fijo. Su acompañante podía ser el chorizo o el salchichón. Y un buen día, los niños empezamos a comer pan con una o dos onzas de chocolate. Eso sí, con chocolate de hacer o a la taza que era el único que había. Por todas partes, pueblos y ciudades aparecieron pequeños artesanos del chocolate. Eran fabricantes a nivel local de tabletas de este alimento de cacao y azúcar, duras y consistentes, que los dientes de los niños iban arañando como podían. Los mejor dotados hincaban el diente, reiteradamente, en la tableta hasta finiquitar todo el bocadillo. La energía recibida permitía, entonces, jugar horas y horas al futbol, saltar a la cuerda o correr sin parar por calles y plazas. Esos bocadillos de ese chocolate, fuerte y potente, pero de dulce sabor ha quedado en la memoria de niños y niñas de mi generación. Se tardaría años en llegar a las chocolatinas y a las tabletas de chocolate con leche para las meriendas, en sustitución de las viejas de chocolate de hacer a la taza. Éstas últimas quedarían relegadas a su genuina función de convertirse en jugosísimas y deliciosas tazas de chocolate. Pero esto ya sucedió años más tarde, en los sesenta.

Paralelamente a la merienda que llevábamos al colegio, o comíamos en casa o en la calle a la salida de las aulas, los bocadillos de queso, chorizo, sobrasada o salchichón alternaban con aquellos.  En esos años, se extendió por algunos lugares la costumbre del pan con aceite. Existieron entre la chavalada dos opciones: con sal o con azúcar.  En los años cincuenta, se propagó el consumo de la leche condensada. Era bastante buena, muy dulce y de sabor agradable. Por este motivo, a los niños nos gustaba mucho extendida sobre el pan, untándolo. Esta pasó a a ser otra variante en las meriendas infantiles. Y ya la guinda la ponía la opción de utilizar un bollito suizo, abierto y con una capa de leche condensada, Esto, que estaba alejado del alcance de mucha gente, era sin embargo una delicia cuando los padres lograban ofrecerla a los niños en premio a alguna cosa o acontecimiento.


En Valencia, en algunas tardes, la merienda consistía en palomitas de maíz hechas en la propia casa. Los padres compraban unas mazorcas de maíz especial, válido para hacerlas. Echaban los granos en una sartén, se añadía azúcar, se tapaba aquella y encendía el fuego. Pronto, comenzaban a abrirse en flor los granitos de maíz, golpeaban con fuerza la tapa de la sartén y al levantar ésta, una lluvia de palomitas se extendía por la cocina ante el jolgorio ilusionado y alegre de los niños. Entre empujones y risas, recogíamos las palomitas por todas partes y las comíamos precipitadamente. 

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