CAPÍTULO 49
LA VENTA CALLEJERA DE BARQUILLOS Y
PATATAS FRITAS
Mis compatriotas, coetáneos de generación,
tendrán sin duda, como yo, grabada en su retina la estampa pintoresca, por las
calles, del vendedor de barquillos y el de patatas fritas. Momentos siempre
alegres y agradables, cuando aparecía en las proximidades de nuestros juegos
infantiles el barquillero. Siempre con su recipiente cilíndrico a cuestas
repleto de ricos y apetecibles barquillos. El juego se paraba y todos acudíamos
a rodear al recién llegado. Éste, sudoroso por la caminata que llevaba en sus extensos recorridos
callejeros, posaba su cachivache en el suelo. Con frecuencia, anunciaba
previamente su llegada con unas voces altas de barquillero o barquillos, o tocando algún tipo de silbato.
Algunos niños, sacaban unas monedillas de sus
bolsillos, para pedirle unos barquillos mientras los demás mirábamos llenos de
envidia y ansias de comer algunos de ellos. Previamente el niño comprador hacía
girar una rueda, a modo de ruleta, que el recipiente del barquillero llevaba.
Durante unos segundos aquella rueda giraba ante la expectación general. Luego
se detenía, señalando un número que
indicaba cuantos barquillos le correspondían a aquel niño. Con frecuencia eran
uno o dos, pero podían ser varios más. Era cuestión de suerte, simplemente, el
poder comer más o menos barquillos de vainilla. Eran muy ricos y apetecibles,
con sabor dulce. En ocasiones el barquillero, en un rasgo de generosidad y de
compasión hacia la mirada de aquella chiquillería que le rodeaba, ofrecía algún
barquillo gratis a algunos de esos críos. Pero esto no era norma habitual.
Tenía que ganarse la vida.
Los barquilleros gozaban, con su presencia, de
ese favor infantil. Pero no eran los únicos. Otra profesión de la época, en
especial ya en los cincuenta y sesenta, era la del vendedor de patatas fritas
por las calles. Llevaba a cuestas un cesto, generalmente de mimbre, repleto de
cucuruchos de papel de estraza o de periódico, llenos de unas exquisitas
patatas fritas. Eran totalmente artesanales y recién hechas, saladitas y sin
ningún conservante. Otro placer para chicos y mayores. Su precio asequible para
muchos posibilitaba que, a su presencia anunciada a viva voz, acudiesen
compradores de sus productos. Los padres eran, en este caso, quienes compraban
algún cucurucho de aquellos para toda la familia. Y los niños disfrutábamos a
fondo de aquellas riquísimas patatas fritas, también llamadas papas en algunos lugares.
Todo lo anterior, aumentaba sus posibilidades
de venta en las playas. El barquillero y el de las patatas fritas, o también
como otra alternativa, las palomitas de maíz, recorrían sudorosos toda la
playa. Una y otra vez pasaban, ofreciendo su preciada carga a los bañistas.
Estos, con sus estómagos vacíos y el reflejo del hambre aumentado por el baño y
las horas de sol, no podían resistirse al ofrecimiento y llamaban a gritos al
vendedor. He de reconocer lo mucho que se disfrutaba en la playa, bajo aquel
sol de verano y asediado por el hambre, con aquellos inolvidables barquillos de
vainilla, patatas fritas o palomitas de
maíz.
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