miércoles, 2 de octubre de 2013

CAPÍTULO 49
LA VENTA CALLEJERA DE BARQUILLOS Y PATATAS FRITAS

Mis compatriotas, coetáneos de generación, tendrán sin duda, como yo, grabada en su retina la estampa pintoresca, por las calles, del vendedor de barquillos y el de patatas fritas. Momentos siempre alegres y agradables, cuando aparecía en las proximidades de nuestros juegos infantiles el barquillero. Siempre con su recipiente cilíndrico a cuestas repleto de ricos y apetecibles barquillos. El juego se paraba y todos acudíamos a rodear al recién llegado. Éste, sudoroso por la caminata  que llevaba en sus extensos recorridos callejeros, posaba su cachivache en el suelo. Con frecuencia, anunciaba previamente su llegada con unas voces altas de barquillero o barquillos, o tocando algún tipo de silbato.

Algunos niños, sacaban unas monedillas de sus bolsillos, para pedirle unos barquillos mientras los demás mirábamos llenos de envidia y ansias de comer algunos de ellos. Previamente el niño comprador hacía girar una rueda, a modo de ruleta, que el recipiente del barquillero llevaba. Durante unos segundos aquella rueda giraba ante la expectación general. Luego se detenía, señalando  un número que indicaba cuantos barquillos le correspondían a aquel niño. Con frecuencia eran uno o dos, pero podían ser varios más. Era cuestión de suerte, simplemente, el poder comer más o menos barquillos de vainilla. Eran muy ricos y apetecibles, con sabor dulce. En ocasiones el barquillero, en un rasgo de generosidad y de compasión hacia la mirada de aquella chiquillería que le rodeaba, ofrecía algún barquillo gratis a algunos de esos críos. Pero esto no era norma habitual. Tenía que ganarse la vida.

Los barquilleros gozaban, con su presencia, de ese favor infantil. Pero no eran los únicos. Otra profesión de la época, en especial ya en los cincuenta y sesenta, era la del vendedor de patatas fritas por las calles. Llevaba a cuestas un cesto, generalmente de mimbre, repleto de cucuruchos de papel de estraza o de periódico, llenos de unas exquisitas patatas fritas. Eran totalmente artesanales y recién hechas, saladitas y sin ningún conservante. Otro placer para chicos y mayores. Su precio asequible para muchos posibilitaba que, a su presencia anunciada a viva voz, acudiesen compradores de sus productos. Los padres eran, en este caso, quienes compraban algún cucurucho de aquellos para toda la familia. Y los niños disfrutábamos a fondo de aquellas riquísimas patatas fritas, también llamadas papas en algunos lugares.


Todo lo anterior, aumentaba sus posibilidades de venta en las playas. El barquillero y el de las patatas fritas, o también como otra alternativa, las palomitas de maíz, recorrían sudorosos toda la playa. Una y otra vez pasaban, ofreciendo su preciada carga a los bañistas. Estos, con sus estómagos vacíos y el reflejo del hambre aumentado por el baño y las horas de sol, no podían resistirse al ofrecimiento y llamaban a gritos al vendedor. He de reconocer lo mucho que se disfrutaba en la playa, bajo aquel sol de verano y asediado por el hambre, con aquellos inolvidables barquillos de vainilla, patatas fritas o palomitas  de maíz. 

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