jueves, 3 de octubre de 2013

CAPÍTULO 41
EL BOTIJO

Sin duda puede considerarse al botijo como uno de los símbolos de la España de posguerra y de los años cincuenta y parte de los sesenta. Ese recipiente, en su versión entre blanco y amarillento, con su característico diseño de panza amplia, boca y boquilla, fue un pequeño icono de la España seca. De Madrid para abajo y toda la franja mediterránea, al menos. El botijo, con su agua fresca era el principal medio para mitigar la sed en campos y ciudades, en épocas de economía escasa y despensas vacías. El frigorífico todavía no había llegado a nuestras casas, aunque lo veíamos profusamente en las abundantes películas americanas proyectadas en nuestros cines. Por esto, el botijo era indispensable, en especial en los largos meses estivales de esa mitad del país de clima seco.


Mis recuerdos de ellos, al igual que lo tiene gran parte de mi generación, son abundantes. Al menos hasta mi llegada a Galicia en la que apenas se veían, dado que en ésta ni había calor ni escasez de agua. Así, viene a mi memoria el botijo de mi abuelo alicantino, siempre colgado en una pared de una terraza interior, sombría y alejada del sol. Allí bebí mis primeros tragos de agua del viejo botijo de artesanía barata de la zona. La técnica de beber en el botijo no era fácil y menos para un niño, pero el agua que mojaba la cara o la ropa también refrescaba. El agua de un botijo es casi bebida de dioses en plena canícula mesetaria o levantina. Otros digno de recuerdo era el de los agüeros en algunos parques públicos. Eran estos personajes que, aguantando la solanera de mañanas y tardes, portaban un par de botijos a cuestas, ofreciendo un largo trago por un módico precio. Su éxito quedaba de manifiesto, en aquellas tierras, al detenerse con frecuencia para una nueva venta de sus servicios acuíferos. ¡Cómo se agradece ese trago de agua fresca, tras estar sentado al sol-sombra en algún banco o al caminar por esos parques! Tampoco era nada despreciable un buen trago botijero en el Retiro madrileño, en días de julio o agosto, a pleno sol del mediodía.

Pero, los botijos que guardo dibujados con más intensidad y nitidez en mi memoria son los de las tierras africanas de Melilla, del entonces Protectorado Español. Allí, el botijo casero era sencillamente indispensable, guardado celosamente en cualquier sombra de la casa. Aparte de su frescor, el simple hecho de ser agua bebible era ya suficiente ante la escasez de ésta. Pero era en los paseos vespertinos de los domingos con nuestros padres, por el parque ubicado en el centro de la ciudad, cuando veía pasar algunos de esos agüeros. Eran árabes que portaban un palo, cruzado a lo largo de sus hombros, del cual colgaban dos o más botijos. Es difícil comprender, sino se ha vivido esta estampa, el bienestar momentáneo que se experimentaba tras beber un largo y reposado trago de aquel agua. Con las gargantas secas, la recibíamos como una bendición.

También son dignos de evocación aquellos otros, colgados a la sombra de algún árbol, en medio del campo y al que los labradores acudían, de vez en cuando, haciendo un alto en sus tareas agrícolas. O aquellos que ofrecía un muchacho que atravesaba la playa del Postiguet, en Alicante, ofreciendo su bebida a la multitud extendida por la arena o bajo los toldos protectores.

El botijo, una enseña de aquella vieja España fue alejándose en retirada con el desarrollo y la mejora económica de las familias. A la gaseosa, su primera competidora, le siguieron otras bebidas carbónicas, la coca-cola y toda la parafernalia correspondiente. Y los frigoríficos terminaron por dar la puntilla a los viejos y queridos botijos.

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