CAPÍTULO 41
EL BOTIJO
Sin duda puede considerarse al botijo como uno
de los símbolos de la España de posguerra y de los años cincuenta y parte de
los sesenta. Ese recipiente, en su versión entre blanco y amarillento, con su
característico diseño de panza amplia, boca y boquilla, fue un pequeño icono de
la España seca. De Madrid para abajo y toda la franja mediterránea, al menos.
El botijo, con su agua fresca era el principal medio para mitigar la sed en
campos y ciudades, en épocas de economía escasa y despensas vacías. El
frigorífico todavía no había llegado a nuestras casas, aunque lo veíamos
profusamente en las abundantes películas americanas proyectadas en nuestros
cines. Por esto, el botijo era indispensable, en especial en los largos meses
estivales de esa mitad del país de clima seco.
Mis recuerdos de ellos, al igual que lo tiene gran
parte de mi generación, son abundantes. Al menos hasta mi llegada a Galicia en
la que apenas se veían, dado que en ésta ni había calor ni escasez de agua.
Así, viene a mi memoria el botijo de mi abuelo alicantino, siempre colgado en
una pared de una terraza interior, sombría y alejada del sol. Allí bebí mis
primeros tragos de agua del viejo botijo de artesanía barata de la zona. La
técnica de beber en el botijo no era fácil y menos para un niño, pero el agua
que mojaba la cara o la ropa también refrescaba. El agua de un botijo es casi
bebida de dioses en plena canícula mesetaria o levantina. Otros digno de
recuerdo era el de los agüeros en algunos parques públicos. Eran estos
personajes que, aguantando la solanera de mañanas y tardes, portaban un par de
botijos a cuestas, ofreciendo un largo trago por un módico precio. Su éxito
quedaba de manifiesto, en aquellas tierras, al detenerse con frecuencia para
una nueva venta de sus servicios acuíferos. ¡Cómo se agradece ese trago de agua
fresca, tras estar sentado al sol-sombra en algún banco o al caminar por esos
parques! Tampoco era nada despreciable un buen trago botijero en el Retiro
madrileño, en días de julio o agosto, a pleno sol del mediodía.
Pero, los botijos que guardo dibujados con más
intensidad y nitidez en mi memoria son los de las tierras africanas de Melilla,
del entonces Protectorado Español. Allí, el botijo casero era sencillamente
indispensable, guardado celosamente en cualquier sombra de la casa. Aparte de
su frescor, el simple hecho de ser agua bebible era ya suficiente ante la
escasez de ésta. Pero era en los paseos vespertinos de los domingos con
nuestros padres, por el parque ubicado en el centro de la ciudad, cuando veía
pasar algunos de esos agüeros. Eran árabes que portaban un palo, cruzado a lo
largo de sus hombros, del cual colgaban dos o más botijos. Es difícil
comprender, sino se ha vivido esta estampa, el bienestar momentáneo que se
experimentaba tras beber un largo y reposado trago de aquel agua. Con las
gargantas secas, la recibíamos como una bendición.
También son dignos de evocación aquellos otros,
colgados a la sombra de algún árbol, en medio del campo y al que los labradores
acudían, de vez en cuando, haciendo un alto en sus tareas agrícolas. O aquellos
que ofrecía un muchacho que atravesaba la playa del Postiguet, en Alicante,
ofreciendo su bebida a la multitud extendida por la arena o bajo los toldos protectores.
El botijo, una enseña de aquella vieja España
fue alejándose en retirada con el desarrollo y la mejora económica de las
familias. A la gaseosa, su primera competidora, le siguieron otras bebidas
carbónicas, la coca-cola y toda la parafernalia correspondiente. Y los
frigoríficos terminaron por dar la puntilla a los viejos y queridos botijos.
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