viernes, 4 de octubre de 2013

CAPÍTULO 11
DE LA LOTERÍA A LAS QUINIELAS

En nuestro país siempre ha habido una gran afición a los juegos de azar. Por eso surgió ya la lotería muchos años antes de que viese la luz mi generación. Y siempre seguida y vivida con gran interés. En los años de nuestra infancia y juventud, continuó siendo la lotería el gran juego nacional, en busca del premio dinerario que cambiase el rumbo de la vida de la gente. Si todos los sorteos tenían su gran público, al igual que sigue sucediendo ahora, eran el sorteo de Navidad y, en menor medida, el de Reyes los que se llevaban la palma. Al no existir todavía otros competidores, la Lotería Nacional acaparaba todo el dinero que los españoles se gastaban tratando de alcanzar el premio gordo. O, en su defecto, una pedrea.

Los premios de Navidad, mucho más modestos que en la actualidad, aunque posiblemente más numerosos, atraían siempre el entusiasmo y la esperanza de todos los españoles que jugaban a la lotería. Y, aunque había escépticos, la mayoría acudía cada año con ánimo redoblado a esos sorteos. Por otra parte, al menos esa es mi percepción actual, la pedrea era más valiosa e importante. De hecho, no varió en su importe de premio demasiado con los años. Lo que ahora, prácticamente no supone casi nada, entonces era un verdadero premio de consolación, no desdeñable.

El sorteo de Navidad se seguía masivamente por la radio y sus retransmisiones. Los locutores permitían seguir el canto de la casi totalidad de los números, por boca de los niños del Colegio de San Ildefonso de huérfanos ferroviarios. Intervenían en las pausas solamente. Con esto, muchos españoles de esos años, seguían el sorteo de Navidad, papel en ristre, copiando números o con los suyos a la vista por si oían que los niños cantaban alguno de ellos. Era para muchos un verdadero rito, el día del sorteo que antecedía a las fiestas navideñas, plantarse ante la radio de la casa, levantados desde las ocho u ocho y media de la mañana, hasta el final del sorteo. Al final, la habitual desilusión y el posterior consuelo de un par de reintegros o pedreas. Y vuelta a empezar.
Pude vivir en primera persona el entusiasmo y la alegría de quienes resultaban agraciados en 1965. En aquella ocasión, viviendo en Alicante, acompañaba habitualmente a unos buenos amigos de la COPE en esa ciudad, colaborando algo con ellos. En el sorteo navideño de ese año, correspondió uno de los premios importantes a esta ciudad y, al momento, la gente de la radio se puso en marcha en busca de los agraciados. Una vez más, fui con uno de los locutores portando un pesado aparato grabador Grundig para hacer las entrevistas. Había caído el premio en el Mercado de Abastos y sus alrededores. Pronto dimos con los puestos que habían repartido las participaciones entre sus clientes. El barullo y jaleo era enorme. Risas, saltos, algazara, gritos de alegría en una mayoría de mujeres, habituales compradoras de la plaza y algunos establecimientos próximos. El entusiasmo se contagiaba y, aunque todavía no se llevaba lo de la botella de champagne y el baño de las masas, lo celebraron con inmensa alegría y jolgorio.

Existía otro juego de azar muy popular entonces, pero muy distante en las cuantías económicas que movilizaba. Eran los sorteos de la ONCE o, como se decía entonces, de los ciegos. Se trataba de unas tiras largas, en las que figuraban los números que, en esas décadas, eran solamente de tres cifras. Iban del 000 al 999 y los sorteos eran provinciales. Costaban muy poco y los premios no eran muy elevados en esos años. Los vendían ciegos  por las calles y en algunos puestos fijos. Lo más curioso de esa época era la forma popular de denominar a muchos de los números. Y, también, la forma de publicitarlos los vendedores, en base a sus terminaciones, a voz en grito por las calles. Todos terminábamos por sabernos diversos nombres populares de números. Me vienen a la memoria ahora, al cabo de los años, algunos escuchados a diario en mi camino hacia el Instituto de Alicante, como la edad de Cristo (33), la niña bonita (15), los dos patitos (22), la bacora (cuyo número no recuerdo). La gente, con frecuencia los solicitaba por esos nombres, o se decía hoy ha salido la bacora.


Hacia los años cincuenta empecé a oír a mi padre que jugaba a las quinielas. Se trataba del popular juego de apuestas futbolísticas de todos conocidos desde entonces. Para mí, totalmente metido en el campeonato de futbol y en los partidos de liga, esto añadía un doble interés como le sucedía a él. Ambas cuestiones se complementaban. Seguía los resultados para ver qué pasaba con su quiniela semanal y seguía la quiniela viendo los resultados y las clasificaciones. En aquellos años los boletos eran muy simples. Tenían una única columna para escribir, en cada partido, los signos numéricos 1, 2 o X. Y eran 14 partidos, ocho de primera división y seis de segunda. No existía el de reserva como en la actualidad. Se premiaban los acertantes de 14 y de 13 aciertos. Más tarde se pasó a dos o tres columnas, creo recordar. Los boletos debían enviarse a Madrid desde toda España y llegar a tiempo para el recuento que comenzaba, el domingo, al terminar los partidos. Los recuentos eran manuales y duraban dos días. los boletos constaban de dos cuerpos: uno para enviar y otro para el jugador. En los pueblos la recepción de quinielas se cerraba ya el jueves para dar tiempo a su envío y llegada a Madrid. Una curiosidad de los primeros tiempos de las quinielas es que llevaban publicidad. Solía ser de Coñac Soberano, Colchón Flex, Brandy Luis XV, Cigarrillos Rex, Profidén y algunos otros artículos. Esto se combinaba con los marcadores simultáneos que había en los estadios de fútbol, en los que, a través de estos anuncios, se podían seguir los resultados de los encuentros comprendidos en las quinielas. A partir de 1970 se pasó a sistemas de boletos con posibilidad de tratamiento informatizado.

Los resultados eran seguidos, básicamente, por las emisoras de radio. Primero en programas deportivos que se emitían al finalizar los encuentros que solían ser siempre en domingo, entre las cuatro y seis de la tarde. Nunca en sábados ni en domingos por la mañana. Más tarde fueron apareciendo algunos programas, en directo, que a lo largo de la tarde iban informando de todos los partidos. En los años cincuenta, era frecuente en bastantes ciudades, colocar una pantalla en la fachada o en lo alto de algunos edificios del centro, y proyectar directamente contra esas fachadas una serie de anuncios publicitarios y los resultados de la liga de fútbol que se habían producido cada domingo. Esto lo viví en Melilla y, más tarde ya en los sesenta, en Gijón. De ese modo, una amplia cantidad de hombres que paseaban por el centro o salían de los cines, se quedaban, frente a esas pantallas, para conocer cuáles habían sido los resultados y cuáles habían acertado con su quiniela semanal. La expectación, mientras se esperaba allí, solía ser grande tanto por los resultados del equipo favorito de cada uno, como por los aciertos o desaciertos de las quinielas. Y siempre, la ilusión posterior de volver a intentarlo a la semana siguiente. También empezaron a aparecer peñas de amigos quinielistas en las que alguno, que sabía o decía saber más que los demás, hacía sobre un papel combinaciones de resultados que luego trasladaban boleto a boleto. Al avanzar los años sesenta y setenta ya se fueron produciendo toda la amplia serie de cambios que han transformado estas apuestas, ya informatizadas y con boletos simples o múltiples a la forma actual.

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