viernes, 4 de octubre de 2013

CAPÍTULO 18
LAS PENSIONES DE ESTUDIANTES

Los españoles de mi generación pasamos por experiencias dispares, en lo referente al alojamiento durante los años de estudio. En los de enseñanza primaria y secundaria, una gran parte residimos en nuestros propios hogares paternos. En cambio, otros hubieron de trasladarse a poblaciones en las que había colegios o institutos. En estos casos, solía ser en casas de familiares o en, en colegios con internado, residencias o los que se denominaban Colegios Menores. Los centros con internado, la mayor parte de ellos de religiosos, abundaban por todas las capitales de provincia y algunos pueblos importantes. Por lo general, aquellos que residían en el mundo rural e iban a estudiar el bachillerato, se desplazaban a estos internados y residencias.

Por el contrario, durante los estudios de grado medio y superior, en las Facultades Universitarias y Escuelas Técnicas Oficiales, eran muy frecuentes los Colegios Mayores las Residencias Universitarias y las pensiones particulares. Dado que el número de Universidades y Escuelas Técnicas era mucho más reducido que en la actualidad, la mayoría de los españoles, debíamos desplazarnos desde nuestros lugares de residencia habituales. Éste fue, también, mi caso al comenzar mis estudios en la Escuela de Peritos Industriales de Gijón. Así pasé a vivir en una pensión de estudiantes. Más tarde conocería algunas otras y, también, al inicio de mi vida laboral.

No comentaré la vida de Colegios mayores y Menores, ni las Residencias Universitarias. MI vida y experiencia transcurrió en pensiones de estudiantes. Y ese fue, para nosotros, un mundo a la vez hermoso y divertido, pero también duro y lleno de carencias y estrecheces.

Estas pensiones eran, generalmente, casas particulares en las que solía vivir una familia. Con mucha frecuencia se trataba de una viuda, con o sin hijos, que tenía en ella su medio principal de vida, con los ingresos de lo que pagaban los estudiantes. En algunas ocasiones esas pensiones estaban, también, abiertas al público y eran pequeñas fondas u hostales. En las más habituales solía residir un número corto de alumnos. En mi caso, en aquella primera pensión gijonesa vivíamos cinco estudiantes, repartidos en tres habitaciones. El comedor y el cuarto de baño eran, junto a nuestras habitaciones, nuestro territorio doméstico. La cocina y los cuartos de los dueños y, en su caso, sus hijos, era dominio privado de ellos. Toda la vida en común se realizaba en el salón comedor que era el lugar más amplio de la casa.

El mobiliario de las habitaciones era, siguiendo el modelo habitual, la cama con su mesilla de noche, una mesa pequeña, una silla y un escueto armario. Y ahí debían entrar todo nuestro equipamiento: la poca ropa de que disponíamos, los libros y, en nuestros caso, los útiles de dibujo. Un sencillo flexo sobre la mesa de estudio ayudaba a complementar la escasa luz de una bombilla escuálida de 40 W que había en el techo. La luz natural era la procedente de un patio interior. La calefacción, pese a unos enormes radiadores que había, no existía, no se encendía nunca. Con esto, el frío norteño de una localidad del Cantábrico estaba totalmente garantizado. De octubre a mayo, más o menos, el frío y la humedad reinaban y dejaban nuestros pies, mientras estudiábamos, completamente gélidos. Por eso, solíamos huir pronto a un bar cercano, cambiando los libros por los naipes, para jugar entre nosotros, al tute o a la escoba, mientras mirábamos de reojo la televisión. Eran los tiempos heroicos de la Copa de Europa, de las corridas de toros televisadas y de los partidos de baloncesto del Madrid o  de España. También de los programas musicales y los concursos televisivos.

La comida, en nuestra pensión,  al igual que en muchas de ellas, era más bien pobre en proteínas y de escasa calidad. Con frecuencia, también insuficiente en su cantidad para saciar estómagos juveniles y el hambre canina que se suele tener en esas edades. La comida colectiva del grupo de estudiantes y a hora fija, era un momento alegre y de algarabía. Los chistes, las bromas y las historias de las clases del día, hacían reír constantemente. Siempre había alguien en el grupo más propenso a ser el blanco de todas las chanzas. Se puede decir que las deficiencias gastronómicas se suplían con un eterno buen humor. Así, entre bromas y risas, pasábamos de la comida a la sobremesa cuando ésta era posible, al mediodía y a la noche.

Solíamos acudir unos a las habitaciones de los otros para charlar o seguir la juerga de la comida. Para comentar cosas de clase o para contar otras de nuestros lugares de residencia. La añoranza de nuestros familiares, amigos y amigas de las respectivas pandillas, estaba siempre a flor de piel. Esto era más frecuente en los primeros años de estudios. Después, al integrarnos más en el mundillo estudiantil y en el de la ciudad en que estábamos viviendo, se amortiguaban esos sentimientos, que acababan, casi siempre, por desaparecer.

Una característica de esas pensiones era la distinta procedencia de los estudiantes, así como el pertenecer a diferentes cursos. Por esto unos terminaban y otros empezaban. En mi caso, dos éramos de Galicia, dos de León y uno de Pamplona, cubriendo el abanico de todos los cursos de la carrera de Peritos Industriales, siguiendo la nomenclatura de esa época, actualmente Ingenieros Técnicos Industriales.

Las bromas estaban al orden día y, con cierta frecuencia, éstas eran fuertes y hasta crueles si se puede hablar así. Un clásico era devorar, en ausencia del interesado, el buenísimo chorizo navarro o las tortas de nata que las mamás enviaban periódicamente a algunos de los residentes. Otra era idear, en las largas tardes de invierno, plagadas de fríos y vendavales en la calle, alguna broma – más bien gamberrada – a hacer a alguno de los compañeros de pensión que se habían ido al cine o a acompañar a alguna chica. Y el resultado podía ser tal como quemar un periódico – controladamente, por supuesto – en su habitación con las ventanas cerradas, previo aflojado de la bombilla del techo y de la mesilla de noche, colocación del conocido recipiente con agua en lo alto de la puerta semiabierta de su cuarto, el poner chinchetas en el suelo del cuarto de baño después de acostarse todos, frente al wáter, para que, cuando el compañero que tenía costumbre de levantarse descalzo e ir a orinar en la oscuridad, supiese lo que es bueno, atar por la noche, con una cuerda alrededor de su cama, a uno o varios mientras dormían...

Todas estas cosas, fruto de calenturientas y aburridas mentes de quienes se quedaban por la tarde noche en la pensión, sin otro cometido que estudiar, surgían entre el entusiasmo colectivo. Y claro está, lo mejor era pensar y comentar entre todos cuál sería la reacción de afectado y vivir después, encerrado cada uno en su habitación con el pestillo pasado, la llegada del interesado y sus juramentos y gritos en arameo y todos los dialectos gálicos y latinos. Estas cosas solían traer cola y venganzas. Con frecuencia, había que esperar que al cabo de varios días se la devolvieran a los bromistas anteriores. Y esto era una larga cadena en el tiempo. Y no digamos nada de los novatos, de quienes llegaban por primera vez, con  cara de pánfilos a la pensión. La patrona los presentaba a los demás, mientras estos evaluaban mentalmente que tipo de compañero les había caído, máxime que venían a sustituir a quienes ya se marchaban, por terminar sus estudios. Y estos solían ser añorados por el grupo.

Volviendo al tema del hambre – aunque no niego la existencia de pensiones en las que se podía comer mejor que en afamados restaurantes – en mis años de residencia y en la que estoy comentando abundaban las fabes y los garbanzos, las lentejas y la sopa boba – la sopa de nada nada – mientras algún huevo frito con patatas acompañaba la escasa presencia de carnes y pescados. Las fabes, plato nacional en Asturias, fueron degenerando con el paso de los meses, De ir acompañadas con algo de morcilla y tocino, pasaron a la más absoluta orfandad, siendo acompañadas por más fabes y el líquido coloreado que quería ser su caldo. La carne, cuando hacía acto de presencia, era sospechosamente blanda e inconsistente a la par que insípida. Sólo le faltaba ser incolora. Las teorías sobre cuál era el animal de procedencia eran habitual objeto de debate entre nosotros y prefiero no mentar la conclusión a la que llegábamos. Pero eso sí, bien aderezado con la alegría estudiantil que podía con todo.

Pero éste no era el único lunar en la vida de la pensión. Estaba, también, el del frío. Como ya adelanté antes, no teníamos ningún tipo de calefacción, pese a vivir en una ciudad norteña, con inviernos muy lluviosos, húmedos y, en ocasiones, gélidos tras la llegada de frentes del Norte que trajeron algunas nevadas. Las habitaciones, en los largos meses invernales que en el Cantábrico se extienden de noviembre a mayo, eran una especie de congelador. Estudiar así era misión complicada. Por esto, con frecuencia, escapábamos a la sidrería cercana, cargando con nuestros libros, y terminábamos por pedir una baraja. Allí al menos se calentaban los pies y las manos. Pero, en épocas de exámenes, no había otro remedio que resistir en la habitación y enfrentarse a libros y apuntes de clase.

Las noches traían, en esas épocas de invierno, un problema añadido. El ambiente húmedo hacía presa en las sábanas de la cama que estaban heladas cuando nos acostábamos. La manta que teníamos en la cama mostraba sus carencias, incapaz de ofrecernos confort o calorcillo. En ocasiones teníamos que recurrir a echar sobre ella una gabardina o unos jerseys para tratar de remediar la situación y mejorar el ambiente interior de nuestros lechos. Confieso que llegué a meter, durante unos minutos, el flexo de mi mesa dentro de la cama para calentar algo aquello. ¡Y funcionaba!
Las pensiones iban trenzando una cadena estudiantil. Los que llegaban cada año, nuevos en la plaza y cruditos por todas partes, admiraban enseguida a los veteranos. Los rondaban continuamente para oír sus chismes e historias de clase y de la patrona. Y les acompañaban en una u otra salida por la ciudad. Así se aprendía pronto a moverse con soltura, como los veteranos.

Conocí, más tarde, otras pensiones por las que pasé en esos años. Una de ellas era una fonda de verdad y no una casa particular. Allí llegaban a albergarse brevemente viajeros que pasaban por la ciudad. La mayoría eran viajantes de comercio que subían las escaleras de la casa cargados con sus maletas de muestrarios. Solían pasar por allí cíclicamente, por lo que sus caras se nos llegaban a hacer conocidas. También sus historias comerciales narradas en alta voz en el comedor, donde compartían mesa con otros colegas de profesión que coincidían en su paso por la pensión. Los estudiantes comíamos, junto a ellos, en otras mesas colectivas. Las habitaciones en esta fonda eran las clásicas del sector y de las viejas casas del centro de las ciudades. Techos altos, balcones a la calle unas, ventanas a patios interiores otras. Cama, mesilla, mesa de estudio y una sencilla silla. Y un armario en el que se guardaba el escueto vestuario, los libros, los trastos de dibujo y los zapatos. Nada más. Por el contrario, en esta pensión se comía bien ya que tomábamos la misma comida que los restantes huéspedes.

Más adelante, viví en otra en La Coruña. Era un piso particular, una vieja casa próxima a unos cuarteles. La patrona, mujer entrada ya en los setenta años, atendía a tres o cuatro estudiantes de Náutica, que eran mis compañeros. Dormíamos en una gran habitación colectiva. Las camas estaba aisladas, unas de otras, por unas sábanas colgadas de unas cuerdas a modo de mamparas. El comedor era un cuartucho en el que apenas cabía una larga mesa, a cuyos lados había sendos bancos de madera, sin respaldo, apoyados contra la pared. El baño era otro cuarto abuhardillado, con el sumidero en el  suelo, en el centro de la habitación y con un ventanuco en el techo. Aquella buena señora, en medio de sus carencias, cocinaba bastante bien.

Rematé mi periplo de pensiones con otra fonda en esa misma ciudad, en el centro del paseo popular. Era un viejo y destartalado hotel venido a menos. Estaba prácticamente vacío, salvo un pequeño grupo de estudiantes y trabajadores noveles: De mi habitación allí prefiero no acordarme mucho. La cama, bastante amplia, ocupaba el noventa por ciento del espacio. El resto una mesilla y un pequeño armario, encajados entre la pared y la cama. Tenía una galería que daba a un patio interior desde el que se veían los tejados de toda la vecindad, poblados de palomas y visitado continuamente por las gaviotas. En esa galería, un lavabo y la puerta de acceso a un water, era lo único que había. Su amplia cristalera parecía presagiar un lugar perfecto para tomar el sol. Pero nada de eso. El sol allí, cuando se dignaba aparecer en los cielos de la ciudad, no daba nunca. En cambio, el frío y la humedad campaban a sus anchas. Así que lo mejor era mantener cerrada la puerta de acceso a la galería y encender una escuálida bombilla de 40 watios. Una delicia que invitaba a permanecer metido en la cama, sentado, para leer o huir a la calle y meterse en cualquiera de los bares o cafeterías. Solía optar por esto último, viviendo más en alguno de los cafés próximos que en aquel desvencijado habitáculo de la pensión. Para bañarse había que subir a otro piso y disputarse el único baño operativo con los restantes habitantes  de la casa.


Los estudiantes y trabajadores solteros de aquellos años solíamos vivir en este tipo de pensiones y fondas. Muy lejos de la vida de las residencias universitarias y colegios mayores, a las que accedían grupos más minoritarios y pudientes, permitían vivir intensamente el compañerismo y disfrutar de un margen de libertad mayor. Por lo general, olvidadas ya las incomodidades y carencias de aquellas pensiones, casi todos recordamos con cariño las muchas horas pasadas en ellas.

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