CAPÍTULO 18
LAS PENSIONES DE ESTUDIANTES
Los españoles de mi generación pasamos por
experiencias dispares, en lo referente al alojamiento durante los años de
estudio. En los de enseñanza primaria y secundaria, una gran parte residimos en
nuestros propios hogares paternos. En cambio, otros hubieron de trasladarse a
poblaciones en las que había colegios o institutos. En estos casos, solía ser
en casas de familiares o en, en colegios con internado, residencias o los que
se denominaban Colegios Menores. Los centros con internado, la mayor parte de
ellos de religiosos, abundaban por todas las capitales de provincia y algunos
pueblos importantes. Por lo general, aquellos que residían en el mundo rural e
iban a estudiar el bachillerato, se desplazaban a estos internados y
residencias.
Por el contrario, durante los estudios de grado
medio y superior, en las Facultades Universitarias y Escuelas Técnicas
Oficiales, eran muy frecuentes los Colegios Mayores las Residencias
Universitarias y las pensiones particulares. Dado que el número de Universidades
y Escuelas Técnicas era mucho más reducido que en la actualidad, la mayoría de
los españoles, debíamos desplazarnos desde nuestros lugares de residencia
habituales. Éste fue, también, mi caso al comenzar mis estudios en la Escuela
de Peritos Industriales de Gijón. Así pasé a vivir en una pensión de
estudiantes. Más tarde conocería algunas otras y, también, al inicio de mi vida
laboral.
No comentaré la vida de Colegios mayores y
Menores, ni las Residencias Universitarias. MI vida y experiencia transcurrió
en pensiones de estudiantes. Y ese fue, para nosotros, un mundo a la vez
hermoso y divertido, pero también duro y lleno de carencias y estrecheces.
Estas pensiones eran, generalmente, casas
particulares en las que solía vivir una familia. Con mucha frecuencia se trataba
de una viuda, con o sin hijos, que tenía en ella su medio principal de vida,
con los ingresos de lo que pagaban los estudiantes. En algunas ocasiones esas
pensiones estaban, también, abiertas al público y eran pequeñas fondas u
hostales. En las más habituales solía residir un número corto de alumnos. En mi
caso, en aquella primera pensión gijonesa vivíamos cinco estudiantes,
repartidos en tres habitaciones. El comedor y el cuarto de baño eran, junto a
nuestras habitaciones, nuestro territorio doméstico. La cocina y los cuartos de
los dueños y, en su caso, sus hijos, era dominio privado de ellos. Toda la vida
en común se realizaba en el salón comedor que era el lugar más amplio de la
casa.
El mobiliario de las habitaciones era,
siguiendo el modelo habitual, la cama con su mesilla de noche, una mesa
pequeña, una silla y un escueto armario. Y ahí debían entrar todo nuestro
equipamiento: la poca ropa de que disponíamos, los libros y, en nuestros caso,
los útiles de dibujo. Un sencillo flexo sobre la mesa de estudio ayudaba a
complementar la escasa luz de una bombilla escuálida de 40 W que había en el
techo. La luz natural era la procedente de un patio interior. La calefacción,
pese a unos enormes radiadores que había, no existía, no se encendía nunca. Con
esto, el frío norteño de una localidad del Cantábrico estaba totalmente
garantizado. De octubre a mayo, más o menos, el frío y la humedad reinaban y
dejaban nuestros pies, mientras estudiábamos, completamente gélidos. Por eso,
solíamos huir pronto a un bar cercano, cambiando los libros por los naipes,
para jugar entre nosotros, al tute o a la escoba, mientras mirábamos de reojo
la televisión. Eran los tiempos heroicos de la Copa de Europa, de las corridas
de toros televisadas y de los partidos de baloncesto del Madrid o de España. También de los programas musicales
y los concursos televisivos.
La comida, en nuestra pensión, al igual que en muchas de ellas, era más bien
pobre en proteínas y de escasa calidad. Con frecuencia, también insuficiente en
su cantidad para saciar estómagos juveniles y el hambre canina que se suele
tener en esas edades. La comida colectiva del grupo de estudiantes y a hora
fija, era un momento alegre y de algarabía. Los chistes, las bromas y las
historias de las clases del día, hacían reír constantemente. Siempre había
alguien en el grupo más propenso a ser el blanco de todas las chanzas. Se puede
decir que las deficiencias gastronómicas se suplían con un eterno buen humor.
Así, entre bromas y risas, pasábamos de la comida a la sobremesa cuando ésta
era posible, al mediodía y a la noche.
Solíamos acudir unos a las habitaciones de los
otros para charlar o seguir la juerga de la comida. Para comentar cosas de
clase o para contar otras de nuestros lugares de residencia. La añoranza de
nuestros familiares, amigos y amigas de las respectivas pandillas, estaba siempre
a flor de piel. Esto era más frecuente en los primeros años de estudios.
Después, al integrarnos más en el mundillo estudiantil y en el de la ciudad en
que estábamos viviendo, se amortiguaban esos sentimientos, que acababan, casi
siempre, por desaparecer.
Una característica de esas pensiones era la
distinta procedencia de los estudiantes, así como el pertenecer a diferentes
cursos. Por esto unos terminaban y otros empezaban. En mi caso, dos éramos de
Galicia, dos de León y uno de Pamplona, cubriendo el abanico de todos los
cursos de la carrera de Peritos Industriales, siguiendo la nomenclatura de esa
época, actualmente Ingenieros Técnicos Industriales.
Las bromas estaban al orden día y, con cierta
frecuencia, éstas eran fuertes y hasta crueles si se puede hablar así. Un
clásico era devorar, en ausencia del interesado, el buenísimo chorizo navarro o
las tortas de nata que las mamás enviaban periódicamente a algunos de los
residentes. Otra era idear, en las largas tardes de invierno, plagadas de fríos
y vendavales en la calle, alguna broma – más bien gamberrada – a hacer a alguno
de los compañeros de pensión que se habían ido al cine o a acompañar a alguna
chica. Y el resultado podía ser tal como quemar un periódico – controladamente,
por supuesto – en su habitación con las ventanas cerradas, previo aflojado de
la bombilla del techo y de la mesilla de noche, colocación del conocido
recipiente con agua en lo alto de la puerta semiabierta de su cuarto, el poner
chinchetas en el suelo del cuarto de baño después de acostarse todos, frente al
wáter, para que, cuando el compañero que tenía costumbre de levantarse descalzo
e ir a orinar en la oscuridad, supiese lo que es bueno, atar por la noche, con
una cuerda alrededor de su cama, a uno o varios mientras dormían...
Todas estas cosas, fruto de calenturientas y
aburridas mentes de quienes se quedaban por la tarde noche en la pensión, sin
otro cometido que estudiar, surgían entre el entusiasmo colectivo. Y claro
está, lo mejor era pensar y comentar entre todos cuál sería la reacción de
afectado y vivir después, encerrado cada uno en su habitación con el pestillo
pasado, la llegada del interesado y sus juramentos y gritos en arameo y todos
los dialectos gálicos y latinos. Estas cosas solían traer cola y venganzas. Con
frecuencia, había que esperar que al cabo de varios días se la devolvieran a
los bromistas anteriores. Y esto era una larga cadena en el tiempo. Y no
digamos nada de los novatos, de quienes llegaban por primera vez, con cara de pánfilos a la pensión. La patrona los
presentaba a los demás, mientras estos evaluaban mentalmente que tipo de
compañero les había caído, máxime que venían a sustituir a quienes ya se
marchaban, por terminar sus estudios. Y estos solían ser añorados por el grupo.
Volviendo al tema del hambre – aunque no niego
la existencia de pensiones en las que se podía comer mejor que en afamados
restaurantes – en mis años de residencia y en la que estoy comentando abundaban
las fabes y los garbanzos, las lentejas y la sopa boba – la sopa de nada nada –
mientras algún huevo frito con patatas acompañaba la escasa presencia de carnes
y pescados. Las fabes, plato nacional en Asturias, fueron degenerando con el
paso de los meses, De ir acompañadas con algo de morcilla y tocino, pasaron a
la más absoluta orfandad, siendo acompañadas por más fabes y el líquido
coloreado que quería ser su caldo. La carne, cuando hacía acto de presencia,
era sospechosamente blanda e inconsistente a la par que insípida. Sólo le
faltaba ser incolora. Las teorías sobre cuál era el animal de procedencia eran
habitual objeto de debate entre nosotros y prefiero no mentar la conclusión a
la que llegábamos. Pero eso sí, bien aderezado con la alegría estudiantil que
podía con todo.
Pero éste no era el único lunar en la vida de
la pensión. Estaba, también, el del frío. Como ya adelanté antes, no teníamos
ningún tipo de calefacción, pese a vivir en una ciudad norteña, con inviernos
muy lluviosos, húmedos y, en ocasiones, gélidos tras la llegada de frentes del
Norte que trajeron algunas nevadas. Las habitaciones, en los largos meses
invernales que en el Cantábrico se extienden de noviembre a mayo, eran una
especie de congelador. Estudiar así era misión complicada. Por esto, con
frecuencia, escapábamos a la sidrería cercana, cargando con nuestros libros, y
terminábamos por pedir una baraja. Allí al menos se calentaban los pies y las
manos. Pero, en épocas de exámenes, no había otro remedio que resistir en la
habitación y enfrentarse a libros y apuntes de clase.
Las noches traían, en esas épocas de invierno,
un problema añadido. El ambiente húmedo hacía presa en las sábanas de la cama
que estaban heladas cuando nos acostábamos. La manta que teníamos en la cama
mostraba sus carencias, incapaz de ofrecernos confort o calorcillo. En ocasiones
teníamos que recurrir a echar sobre ella una gabardina o unos jerseys para
tratar de remediar la situación y mejorar el ambiente interior de nuestros
lechos. Confieso que llegué a meter, durante unos minutos, el flexo de mi mesa
dentro de la cama para calentar algo aquello. ¡Y funcionaba!
Las pensiones iban trenzando una cadena
estudiantil. Los que llegaban cada año, nuevos en la plaza y cruditos por todas
partes, admiraban enseguida a los veteranos. Los rondaban continuamente para
oír sus chismes e historias de clase y de la patrona. Y les acompañaban en una
u otra salida por la ciudad. Así se aprendía pronto a moverse con soltura, como
los veteranos.
Conocí, más tarde, otras pensiones por las que
pasé en esos años. Una de ellas era una fonda de verdad y no una casa
particular. Allí llegaban a albergarse brevemente viajeros que pasaban por la
ciudad. La mayoría eran viajantes de comercio que subían las escaleras de la
casa cargados con sus maletas de muestrarios. Solían pasar por allí
cíclicamente, por lo que sus caras se nos llegaban a hacer conocidas. También
sus historias comerciales narradas en alta voz en el comedor, donde compartían
mesa con otros colegas de profesión que coincidían en su paso por la pensión.
Los estudiantes comíamos, junto a ellos, en otras mesas colectivas. Las
habitaciones en esta fonda eran las clásicas del sector y de las viejas casas
del centro de las ciudades. Techos altos, balcones a la calle unas, ventanas a
patios interiores otras. Cama, mesilla, mesa de estudio y una sencilla silla. Y
un armario en el que se guardaba el escueto vestuario, los libros, los trastos
de dibujo y los zapatos. Nada más. Por el contrario, en esta pensión se comía
bien ya que tomábamos la misma comida que los restantes huéspedes.
Más adelante, viví en otra en La Coruña. Era
un piso particular, una vieja casa próxima a unos cuarteles. La patrona, mujer
entrada ya en los setenta años, atendía a tres o cuatro estudiantes de Náutica,
que eran mis compañeros. Dormíamos en una gran habitación colectiva. Las camas
estaba aisladas, unas de otras, por unas sábanas colgadas de unas cuerdas a
modo de mamparas. El comedor era un cuartucho en el que apenas cabía una larga
mesa, a cuyos lados había sendos bancos de madera, sin respaldo, apoyados
contra la pared. El baño era otro cuarto abuhardillado, con el sumidero en
el suelo, en el centro de la habitación
y con un ventanuco en el techo. Aquella buena señora, en medio de sus
carencias, cocinaba bastante bien.
Rematé mi periplo de pensiones con otra fonda
en esa misma ciudad, en el centro del paseo popular. Era un viejo y
destartalado hotel venido a menos. Estaba prácticamente vacío, salvo un pequeño
grupo de estudiantes y trabajadores noveles: De mi habitación allí prefiero no
acordarme mucho. La cama, bastante amplia, ocupaba el noventa por ciento del
espacio. El resto una mesilla y un pequeño armario, encajados entre la pared y
la cama. Tenía una galería que daba a un patio interior desde el que se veían
los tejados de toda la vecindad, poblados de palomas y visitado continuamente
por las gaviotas. En esa galería, un lavabo y la puerta de acceso a un water,
era lo único que había. Su amplia cristalera parecía presagiar un lugar
perfecto para tomar el sol. Pero nada de eso. El sol allí, cuando se dignaba
aparecer en los cielos de la ciudad, no daba nunca. En cambio, el frío y la
humedad campaban a sus anchas. Así que lo mejor era mantener cerrada la puerta
de acceso a la galería y encender una escuálida bombilla de 40 watios. Una
delicia que invitaba a permanecer metido en la cama, sentado, para leer o huir
a la calle y meterse en cualquiera de los bares o cafeterías. Solía optar por
esto último, viviendo más en alguno de los cafés próximos que en aquel
desvencijado habitáculo de la pensión. Para bañarse había que subir a otro piso
y disputarse el único baño operativo con los restantes habitantes de la casa.
Los estudiantes y trabajadores solteros de
aquellos años solíamos vivir en este tipo de pensiones y fondas. Muy lejos de
la vida de las residencias universitarias y colegios mayores, a las que
accedían grupos más minoritarios y pudientes, permitían vivir intensamente el
compañerismo y disfrutar de un margen de libertad mayor. Por lo general,
olvidadas ya las incomodidades y carencias de aquellas pensiones, casi todos
recordamos con cariño las muchas horas pasadas en ellas.
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